Oblicuidad

Juan Carlos I, patrón de Marivent

Marivent, medio siglo de veraneo Real

Marivent, medio siglo de veraneo Real / Lorenzo

Matías Vallés

Matías Vallés

Los mallorquines tenían la oportunidad de contemplar a Juan Carlos I en plenitud, cuando la isla pertenecía a sus habitantes. Los nativos no tenían más que encaramarse al Dique del Oeste, hoy tienen el acceso vedado por prevenciones de seguridad inventadas y porque el Govern de Progreso solo ejercía de agencia inmobiliaria. Caminando hasta el límite del espigón en un atardecer de septiembre, solo cabía esperar. De pronto surgía, para demostrar la esfericidad del planeta, la silueta airosa del Fortuna, llegado de otros mediterráneos rumbo a su alojamiento en la base naval. La única figura relevante en el yate era Juan Carlos I, que además ejercía las funciones de timonel. El navegante liberado de la opresiva agenda de agosto era la viva estampa de la felicidad. No le acompañaban sus Corinnas ni sus cortesanas, y mucho menos su odiada familia política griega.

Juan Carlos I en solitario, dueño del mar mallorquín, patrón de Marivent. En el puente de la lujosa embarcación que contribuyó a diseñar, que le endosó al Estado y que le requisó Rajoy, el Rey de España por excelencia, por decisión de su Excelencia, desplegaba el carisma que lo mantuvo cuatro décadas en el trono. Nadie podía eclipsarle, ni una sola figura histórica le arrebató el protagonismo en Mallorca, incluso deslumbraba a Gianni Agnelli en Puerto Portals.

Bueno, siempre hay una excepción. Un día, dos jefes de Estado compartieron el puente del Fortuna. Uno de ellos era Juan Carlos I, de encanto personal acreditado, pero el otro se llamaba Bill Clinton. En este duelo de magnetismo personal, se impuso el presidente estadounidense pese a que en aquellos momentos estaba acechado por Monica Lewinsky. Es la única vez en que el monarca tuvo que agachar la cabeza en su isla.

El peor castigo que se le podía imponer a Juan Carlos I no era desterrarlo de España, sino prohibirle que visitara Mallorca medio siglo después de sus primeras vacaciones en la isla. No fue Felipe VI el primero que lo intentó. Tras la escandalosa cena de gala con Marta Gayá en el Casino de Mallorca, la Reina Sofía y Sabino Fernández Campo se confabularon para arrancar al Jefe de Estado de sus perniciosas «amistades mallorquinas», una expresión que dio la vuelta al mundo.

De modo que llegó a la antigua redacción de este periódico en la calle Bonaire un fax de La Zarzuela indicando que, a partir de ese año, Marivent compartiría las vacaciones de la Familia Real con el austero palacio de Sobrellano en Santander. Era por la mañana. Solo podemos imaginar los gritos, insultos y amenazas que derramó Juan Carlos I al enterarse de la maniobra veraniega urdida a sus espaldas. El Rey era él, y esa misma tarde llegaba otro fax al diario. El veraneo cántabro quedaba suspendido antes de empezar. Así que el monarca absoluto podía enfilar el Dique del Oeste a solas, sin más ocupación que sus pensamientos, que nunca han navegado a demasiada profundidad.

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