Kundera, o el 68 al otro lado del espejo

José Carlos Llop

José Carlos Llop

Milan Kundera fue el escritor exiliado cuando ya no se tenían en cuenta otros exilios. El Caso Padilla y la salida a patadas de Reinaldo Arenas fueron la tumba de los exiliados: ya no cabían más en la memoria intelectual del Occidente libre, trufada de agentes (aún hoy) enemigos de la libertad. Ni siquiera la figura de Cabrera Infante –por cerrar la simbólica tríada cubana– fue tan considerada como las de los anteriores. Vivía en Londres, fumaba habanos y nada tenía que esconder. Los otros, sí. Padilla, la vergüenza de su amañada confesión pública –que tanto sirvió para remover las conciencias de distintos escritores hispanoamericanos que miraban con simpatía el régimen de Castro y cambiaron de postura–, y Arenas su homosexualidad como causa de la pena o su uso equívoco. También esto era política, pero disimularon. Cabrera, en cambio, daba la impresión de tomarse la vida y el exilio como un sportman: no podían, ni pudieron con él. Como no habían podido con Solzhenitsyn en el gulag, ni con la propaganda en contra, tan arraigada entre intelectuales occidentales, empezando por el quartier St-Germain y acabando en El Viso. Y ahí se quedó, en Rusia, practicando el exilio interior –como lo practicó en Cuba el gran Lezama Lima– y saliendo luego al mundo a contar lo vivido y ser descalificado por los que combatían la evidencia con sonrisa autosuficiente, puro en una mano y whisky en la otra.

¿Y Kundera? Si lo contado ocurría alrededor de 1968 –mayo en París, primavera en Praga– Milan Kundera ha sido un símbolo, junto con Václav Havel –el verdadero justo entre los justos–, de la huella del 68 al otro lado del Muro. ¿Como reflejo de París? No: como sentimiento propio y más profundo que el parisino. La necesidad de libertad bajo la bota del comunismo ruso –y lo de ruso nunca se cansó Kundera de subrayarlo: era una Ocupación y era la implantación de una revolución extranjera (la del 17) en su sociedad– fue muy superior, formal y de fondo, a la de la sociedad burguesa occidental y la reacción de sus jóvenes rebeldes. Pero hubo algo involuntariamente especular no entre París y Praga, pero sí entre Praga y París. Y eso hace que la mejor crónica literaria de lo ocurrido en aquel año, sea La insoportable levedad del ser y su adaptación cinematográfica, con Daniel Day-Lewis, Juliette Binoche y Lena Olin. Tras las páginas de aquel libro, o frente a la pantalla, todos fuimos él y todas fueron ellas. O de otra manera: todos supimos que algo nuestro estaba en él y todas supieron que algo suyo estaba en ellas dos. Y Kundera fue ahí –y lo fue durante un tiempo que no recuerdo cuándo acabó– de todos, para terminar siendo de nadie, envuelto en una rara soledad y bajo la sombra de una vieja delación, real o inventada por la policía comunista checa, y nunca comprobada. Seguía viviendo en París, no era muy difícil topar con él paseando por el VI y el VII y lo tuvimos, incluso, algún verano en Mallorca, como tuvimos a Bernhard: turistas tan accidentales como invisibles entre la masa. Pero estuvo.

Volvamos atrás: todavía eran los tiempos en los que se tenía la certeza de que la mentira era un enemigo, no un permanente aliado en lo público (y tantas veces en la impostura privada) como lo es ahora, y donde el amor no había padecido su gran devaluación. La insoportable levedad del ser era una novela de amor y tengo la impresión de que es el mejor testigo de cómo se vivió, precisamente, el amor en el 68: la liberación del eros a ambos lados del muro, otra herencia de la contracultura de aquellos años. De la misma manera que la memoria de su huella y consecuencias en la modificación de nuestra conciencia ha sido el cine de Bertolucci: de El último tango… a Soñadores acabando con Belleza robada o el réquiem de nuestra generación.

Pero he empezado con los exilios y no quiero olvidarlos. No con Kundera que fue el último exiliado clásico. Se le quitó la ciudadanía y nacionalidad checas en 1980 y no se le devolvió hasta hace poco. Durante ese tiempo –y aún después– Kundera fue en Checoslovaquia, más tarde Chequia, un exiliado. Exiliado como definición, quiero decir. Sólo que allí la palabra exiliado tiene un mayor y más pernicioso campo semántico, aportado por el comunismo. Significa ‘malvado, traidor y cobarde’. Y así lo tildaron muchos de sus colegas y así lo trataban las distintas asociaciones –de escritores, de artistas, de defensores de la tierra y otros colectivos habituales del activismo social, todos subvencionados por el Estado– de su país. ¿Hay quien dé más? Porque si antes, el exilio, podía implicar la muerte física, después fue la muerte civil la que se instauró para el exiliado (ahora, más leve, se llama cancelación y no es necesario el exilio: algo hemos ganado). Como siempre, el humor (sin olvidar a Francia), salva de todo eso y en el caso de Kundera doblemente: porque lo tenía y lo aplicó en sus novelas y porque venía del mismo país que Kafka o Hrabal y ahí te partes de risa en el momento, o después. Pero te partes, seguro. Y Kundera lo hizo, aunque no se le notara apenas en la cara: no hizo falta.

Suscríbete para seguir leyendo