Humorismo

Humorismo más metáfora igual a greguería, acostumbraba a decir Ramón. Con esa sentencia hacía circular un nuevo género consistente en una oración aforística, por lo general, cargada de pensamiento inteligente, ingenioso y lúdico. En enero se cumplieron 60 años de la muerte de Gómez de la Serna en Buenos Aires, el lugar donde se exilió ante la imposibilidad de que en España arrojasen cascabeles en vez de bombas. Había dejado de creer en un país incívico decidido a destruirse.

La insubstancialidad faltosa del tuit lo hubiera dejado de piedra de vivir lo suficiente para poder asomarse a las redes sociales. Él, que escribió aquello de «la luna es un banco de metáforas arruinado». O eso otro de que «el amor a primera vista no necesita gafas». Ramón se vanagloriaba de practicar el humorismo poniendo una buena excusa: la cordialidad. Valiéndose de ella y de cierta ternura defendía, por ejemplo, los derechos fundamentales de las gallinas, «cansadas de denunciar en las comisarías que les robaban los huevos». El humorismo tendría que servir para hacernos mejores personas, recalcaba el inventor genial de las greguerías, piezas de enorme valor pertenecientes a un género minúsculo y a la vez grande: perlas engarzadas de un collar que despierta las sonrisas de quienes se rebelan contra la indignación o la crispación, que tanto insisten en recordarnos precisamente los seres más crispantes y crispados de este mundo colérico.

En 2023 se cumple el centenario de algunos de sus títulos. Es el año ramoniano de una España que derrocha en ocurrencias visuales e ignora, en cambio, al mejor de sus humoristas: Ramón Gómez de la Serna o sencillamente Ramón, como a él le gustaba que le llamasen.

Consciente del vértigo que produce la ingenuidad, me gustaría creer que alguien se ocupará de reeditar como es debido su obra. No puede permanecer inédito un tipo que escribió: «La O es la I después de beber». O aquello otro de: «Un tumulto es un bulto que le sale a las multitudes».

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