La otra realidad (2)

Budapest, la Hungría de antes de 1989, aún encuadrada en el bloque soviético.

Budapest, la Hungría de antes de 1989, aún encuadrada en el bloque soviético. / Pedro Coll

Pedro Coll

Pedro Coll

El poder de ficción de una imagen aislada, cuando se ignora todo de ella, es poderoso. Sólo la imaginación y los conocimientos de quien la analice, desconociendo la verdad del momento captado, va a definir el alcance narrativo de la misma. Y esta interpretación no dejará de ser personal. De ahí que cualquier imagen fotográfica, por auténtica que parezca, debería ser puesta en cuestión en cuanto a fiable reflejo de la realidad. Muchas veces he sido sorprendido por esa capacidad de transformación de la realidad de la que es capaz la fotografía. Por ello hablo siempre de ‘la otra realidad’, la que encontramos a costa de ir buscándola los fotógrafos o la que, a veces, sin buscarla, nos encontramos de manera sorpresiva. En ambos casos, nos apropiamos de ella, es nuestro reflejo genético, cómo dice una amiga mía, ‘es lo que hace nuestra gracia’.

Nada hay de objetivo en una fotografía cuando se utiliza con intención expresiva/narrativa y deja por ello de ser un simple documento. Y en contra de lo que se cree, la autoría de la imagen no se produce en el momento del disparo del obturador, no es un proceso tan sencillo, no es ‘click y ya está’. Falta un último y decisivo trámite: pasar por el trance de su selección, cuando el autor, en la mesa de luz o en la pantalla del ordenador, decide que aquel momento concreto que capturó ‘en el fragor de la batalla’, aquel y no los otros muchos también capturados, es suyo y que, a partir de ahí, va a hablar por él. En este momento se firma la autoría.

La atmósfera enigmática que desprende la imagen que ilustra este artículo se refuerza con la sensación imperativa del gesto. Hay un personaje que, de modo indudable, conmina a otro a ‘algo’. No sabemos ni sabremos nunca a qué. Ni yo, que fui testigo privilegiado del momento, puedo aclarar nada sobre la intención y las consecuencias de la indicación. Difuminados en un segundo término aparecen otros testigos, irreconocibles. Algunos de ellos parecen dibujar una mueca que podría ser de satisfacción o de burla. ¿Se alegran de la decisión tomada por ‘alguien superior’ con respecto a ese compañero que parece señalado por el infortunio?

Aventuremos: ¿podríamos estar, en este caso, en la antesala del Infierno? Le he dado vueltas a eso todas las veces que, revisando mis archivos, me he encontrado con esta imagen tan enigmática. Y siempre que eso ha ocurrido me ha venido a la mente que, hace ya años, el teólogo Ratzinger, Benedicto XVI, llegó a conclusiones científico/teológicas que pusieron algunas cosas, que por lo visto no lo estaban, en su sitio. Por ejemplo, certificó que el Limbo no existe, que los niños no bautizados, al morir, van directamente al Cielo, un alivio. También confirmó que el Purgatorio no es «un lugar» o «una prolongación de la situación terrenal» después de la muerte, sino «el camino hacia la plenitud a través de una purificación completa». Una especie de espacio/tiempo para la corrección de errores corregibles -una repesca-, un espacio/tiempo en el que los pecadores leves se limpian para poder alcanzar la gloria. Deduzco, por último, quizá metiéndome en camisa de once varas, que la expulsión hacia el inframundo en el que reina Lucifer se aplica, de manera incontestable, a quienes el tránsito a la otra vida les alcanzó en pecado mortal no perdonado. No me consta que el teólogo Ratzinger mencionara el Infierno en esas conclusiones -tampoco he profundizado en ellas- supongo que porque se trata de algo super-sabido desde que el mundo es mundo, indiscutible: EL INFIERNO EXISTE. No vayamos a pensar ahora que con la mejora en el tema del Limbo la cosa se ha relajado, que la vida terrenal es Jauja y que, de los charcos embarrados en que nos metamos, saldremos de rositas.

Personalmente, y me baso en el lenguaje corporal de los personajes y en la atmósfera que les envuelve, siempre he pensado que esta imagen recoge el momento en que un pecador -en este trámite trascendental de lo que conocemos como Juicio Final- recibe la mala noticia, el veredicto condenatorio. Ni Limbo, porque ya no existe, ni Purgatorio, porque en su caso no le toca. Sencillamente, a saber qué habrá hecho, ha sido condenado a consumirse en el ‘fuego eterno’. De todos modos, quiero dejar sentado que, por esta opinión científico/teológica que me he atrevido a esbozar aquí, yo no pondría la mano en el fuego. Para cubrirme las espaldas, me acojo al principio universal, cada vez más utilizado por comunicadores y políticos, que dice que si non è vero, è ben trobato, o a otro, igual de útil y extrapolable, también muy en uso, no permitas que la verdad te fastidie una buena historia.

Lo que sí puedo asegurar es que la realidad nunca es lo que parece. Y eso va a misa.

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