Obicuidad

Solidaridad con los padres de Enrique y Meghan

Matías Vallés

Matías Vallés

Se puede digerir la lista íntegra de los libros más vendidos sin encontrar un solo ejemplo de literatura, del cine mejor ni hablar. Y las plataformas televisivas comprometidas a la redención de la audiencia nos embrutecen con papilla adolescente, como Enrique y Meghan de Netflix. Se pretende que las clases medias se compadezcan de las familias reales, ejemplares así en el Reino Unido como en España.

Contemplar al privilegiado Duque de Sussex desvelando que «no tengo padre», tal vez no obliga a odiarlo «a un nivel celular», en la expresión de Jeremy Clarkson en The Sun que puede costarle la dirección del tabloide. Es más llevadero desconectar el televisor o buscar la cultura en otro vial aunque, al protagonizar un falso documental, se accede a las mismas críticas que podía recibir la Alexis encarnada por Joan Collins en Dinastía.

Enrique y Meghan están tan enemistados con sus padres y hermanos respectivos, que sorprende que la oleada de solidaridad no conlleve la sospecha de que tal vez el problema radique en los hijos y no en los progenitores. El victimario se ha perfeccionado hasta el extremo de que dos duques se sienten humillados porque residían en un palacio, y ahora tienen que conformarse con una mansión hollywoodiense. La actriz de cuarta que abre la serie resumiendo que la vida es un desastre desde la lujosa sala VIP de Heathrow, tenía que salir de su coche por el maletero porque no tenía dinero para arreglar las puertas. O graduaba su escote según las exigencias de los guiones paupérrimos que le ofrecían.

Y los Sussex siguen siendo los Sussex, no se han apeado del título ante el que debe humillarse cualquier plebeyo, según los rituales de la casa alemana de Windsor. En el panorama de la degradación humana, Enrique y Meghan equivalen a los Kardashian, sin los rasgos de humor de la otra familia disfuncional. Algún psiquiatra deberá estudiar por qué una audiencia harta de los subproductos de Telecinco se encadena a figurones como Tamara, Georgina o los duques ingleses desolados al darse cuenta de que nunca van a reinar, por suerte para el futuro de la humanidad.

Megan y Harry no son «ratas venenosas», como los ha llamado el también director de tabloides Piers Morgan. Tampoco es necesario pasearlos desnudos por las calles, como ha sugerido el ya vituperado Clarkson. Son una vulgar pareja de pendencieros deslumbrados por los focos que no saben controlar. Pueden pedir auxilio al padre de Meghan, diseñador de iluminación para las películas que envenenaron a su hija.

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