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Ramón Aguiló

escrito sin red

Ramón Aguiló

La llave

El ayuntamiento de Palma, en la secuencia que va desde la primera elección de Hila a la subsiguiente de Noguera y, de nuevo, de Hila, no ha perdido ocasión para incurrir en sucesivos ridículos. Parece como si estuvieran empeñados en confirmar que el hombre es el único animal capaz de tropezar dos veces con la misma piedra. En el caso del ayuntamiento habrá que convenir que es capaz de hacer el ridículo, no dos veces, sino las que hagan falta. No pueden evitarlo porque les pasa lo que al alacrán hundiéndose con la rana de la fábula. Está en su propia naturaleza: un acuerdo de taifas entre un socialismo que ha perdido el oremus, un nacionalismo excluyente y una extrema izquierda disparatada. Desde el narcisismo del nacionalista autoproclamándose heredero republicano de Emili Darder, hasta la campaña de promoción turística financiando el cambio del topónimo Son Moix por Estadi Visit Mallorca, afirmada y negada casi simultáneamente por los mismos concejales, pasando por los inefables Jesús Jurado y Llorenç Carrió (Podemos y Més) anunciando la eliminación de los nombres Almirante Churruca, Gravina, Cervera y Toledo de las calles de Palma: «Los nombres se pusieron en un momento, la Guerra Civil, para militarizar toda la ciudad y ponerla al servicio del régimen». De traca fue la propuesta de Sonia Vivas de derribar la estatua de Junípero Serra acompañando al diagnóstico podemita y LGTBI de la incomparable concejala, de traca que la agresividad machista se asentaba entre varones dotados por la naturaleza con penes diminutos; o el encargo de la semana del orgullo gay a una supremacista alemana con ofensiva de género contra la salvaje part forana, que nunca vio a una lesbiana. Fue precisa la intervención de Armengol para obligar a Hila a cesarla de una puñetera vez.

Puede el ayuntamiento haber preterido acciones que mejoraran el funcionamiento de los servicios públicos (les ahorro la relación), pero de lo que no hay ninguna duda es que ha promovido la hilaridad entre los ciudadanos. Hila ha sido el primer alcalde en la historia de la ciudad en quejarse amargamente de sus ciudadanos, especialmente de los vecinos de Santa Catalina y Son Espanyolet. Los palmesanos no han estado a la altura de los concejales presididos por Hila, que han demostrado su compromiso con todo lo que pueda oler, aunque sea de lejos, a víctimas de las crueldades sociales. No ha ido el compromiso más allá del pancarteo del balcón de Cort, pero con ello han demostrado su irrenunciable solidaridad con los desposeídos de la tierra. Menos da una piedra.

La llave es un artefacto de metal que desde tiempo inmemorial nos permite asegurarnos la posesión de nuestros bienes. Seguramente se evidenció su necesidad desde el neolítico, cuando se pasó de la cultura del cazador recolector a la de la agricultura y al intercambio comercial. Se ha ido transformando al ritmo de la tecnología y ya hemos transitado a la llave digital con nombre de contraseña que nos permite acceder a nuestra cuenta bancaria o a la llave de tarjeta de plástico. La llave es, por tanto, señal de seguridad, si la perdemos entramos en zona de peligro. Pero la llave es algo más que un objeto o una señal digital. La llave es también un símbolo de nuestra identidad. Está emparentado con el Shibboleth, el santo y seña que permitía a los Galaaditas impedir el paso a los de Efraim identificándoles por no saber pronunciar la palabra, la llave era el sonido de la palabra.

Conocí en Estambul hace mucho tiempo a un sefardita llamado Rebaj que, quinientos años después de la expulsión de los judíos, conservaba dos cosas: unas palabras en ladino y la llave de la que fue su casa en España, transmitida de padres a hijos de generación en generación. Se ha ido perdiendo la lengua, pero la llave se ha mantenido incólume, como un objeto sagrado, del que desprenderse es sinónimo de una pérdida irremediable, la de la propia identidad, el que explica quiénes somos y de dónde venimos.

¿Cómo no iba a ser motivo de fascinación para todos, pero especialmente para el nacionalismo, la posibilidad de hacerse con una de las llaves del Reino de Mallorca que los agermanats entregaron al emperador Carlos para hacerse perdonar el levantamiento en su contra? Las llaves se convirtieron en el símbolo identitario que, reviviendo el pasado, da carta de naturaleza al empeño nacionalista de resucitar el mito de un autogobierno salvífico. Especialmente ahora, con tanta compra de propiedades por alemanes y suecos, cuando ilustres apellidos invocan la célebre frase de que «de fora vindrà qui de casa ens traurà», olvidando que en 1229 fueron esos apellidos los que a sangre y fuego expulsaron a sus antiguos moradores. El traslado desde Dallas de la falsa llave del Reino de Mallorca, pagando 7.000 euros y una póliza de seguro de 40.000 acordada con el propietario ha sido el último ridículo protagonizado (por ahora) por la corporación municipal. Elvira González, que presidía la Comisión de Valoración de la Llave, confirmó que la pieza era una recreación historicista de 1845. El cronista Bestard, explicó que había mucha ilusión por saber su autenticidad. En realidad, había mucha ilusión en que fuera auténtica, no en saberlo. Se dijo a todos los partidos, según Bestard, que no se podía asegurar nada hasta disponer los resultados del análisis. Pero la prudencia de cronista y comisionados chocó con la euforia desatada entre políticos sedientos de gloria, que, por fin, podrían apuntarse un acontecimiento de trascendencia institucional que nos retrotraería a un pasado mítico. Hila compareció, antes de la acreditación, ante la llave, expuesta sobre un cojinete rojo de damasco con ribetes de oro, inclinado ante la misma en actitud de profundo arrobo, como si estuviera frente a los mismísimos restos troceados de Joanot Colom, móvil en mano para inmortalizar otra conjunción planetaria, esta vez con él como protagonista; ya era hora tras tanta desafección catalinera. La hazaña del rescate de la llave había sido inmediatamente reivindicada por el inefable Llorenç Carrió, concejal de cultura del ayuntamiento, pudiéndose pavonear, al fin, de haber protagonizado un hecho cultural trascendente, con tantas connotaciones nacionalistas. El coordinador de Més, Apesteguia, glosó la gestión de Carrió con entusiastas ditirambos. Tras la euforia, un lacerante sentimiento de ridículo se extendió por toda la ciudad, impregnando las almas de sus habitantes.

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