Diario de Mallorca

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Ayer soñé que Van Morrison se ahogaba mientras estaba haciendo surf. Supongo que a nadie le interesa saber esto, pero los sueños tienen un mecanismo secreto que siempre nos está revelando algo importante. Y si ayer soñé que Van Morrison se ahogaba haciendo surf -¿dónde? El sueño no lo decía-, fue porque una de sus últimas canciones se mete con Klaus Schwab, el presidente del Foro Económico Mundial que se reúne cada año en Davos. Bueno, no sólo se mete con Klaus Schawb, al que llama «el mago» (en el sentido de que nos hace creer cosas que no son ciertas), del mismo modo que acusa a Bill Gates de jugar «a ser Dios». Como es bien sabido, Van Morrison es un tipo que tiene muy malas pulgas. La gran Rickie Lee Jones, en su estupendo libro de memorias, lo describe casi como si fuera un desequilibrado egoísta y paranoico. Vale, sí, de acuerdo. Pero ese Van Morrison huraño y paranoico que se mete con el dueño del Foro de Davos (el centro de gravedad del capitalismo mundial), y que se ha peleado contra todo el mundo por culpa del confinamiento impuesto por el Covid, quizá está diciendo cosas que habría que escuchar aunque suenen disparatadas.

¿Es lícito protestar contra el confinamiento? ¿Es lícito cuestionar lo que nos hicieron hace dos años con la excusa de preservar nuestra salud? Hombre, yo creo que sí, y además es muy preocupante la rara unanimidad con la que hemos aceptado medidas de restricción de movimientos que han dinamitado por completo nuestros derechos fundamentales. Y uno se alegra de que alguien como Van Morrison se haya opuesto a estas medidas. Y por supuesto, esta postura no le ha salido gratis. Ahora mismo, el Ministro de Salud de Irlanda del Norte le ha puesto una querella por criticar las medidas de confinamiento de hace dos años. Van Morrison ha contraatacado con una canción deliciosa, Dangerous. «Alguien ha dicho que yo era una persona peligrosa/ por haber dicho algo que no debía cuando tenía que decir la verdad./ Pero a lo mejor sólo soy una persona/ que intenta encontrar la verdad». En realidad, Morrison está cuestionando un asunto inquietante del que no somos del todo conscientes: quién detenta el monopolio de la verdad y cómo lo ejerce y qué límites está imponiendo. Y estos dos últimos años, los gobiernos del mundo -y con ellos, la élite capitalista que se reúne en Davos- se han atribuido un monopolio de la verdad que resulta cuando menos alarmante.

¿Un ejemplo? Ahí va: esta misma semana, en la Cumbre de Davos, el capitoste de una multinacional china nos ha anunciado que se va a lanzar una aplicación individual para vigilará la huella de carbono que vamos dejando cada uno de nosotros. Se supone que esta medida se va a tomar por nuestro bien, para que todos podamos calcular nuestro impacto en el medio ambiente cuando cargamos el móvil o ponemos la lavadora, pero está claro -conociendo cómo funciona el poder- que esta aplicación acabará usándose como medida coercitiva para someternos a un programa de control social muy parecido al sistema de créditos que ya funciona en China. Estas aplicaciones no son inocuas. Se lanzan de forma totalmente gratuita, con la excusa bienintencionada de ayudarnos a luchar contra el cambio climático, pero al cabo de muy poco tiempo se convierten en maquinarias diabólicas al servicio del poder. Si cada uno de nosotros tiene una aplicación que controla su huella de carbono, es fácil imaginar que tarde o temprano alguien controlará lo que hacemos y cómo lo hacemos, y nos penalizará de alguna manera o nos intentará beneficiar para que siempre seamos buenos y obedientes.

En China (el modelo de sociedad al que vamos de cabeza), el ciudadano modélico que cumple con los mandamientos del Partido Comunista disfruta de ventajas a la hora de pagar impuestos o viajar por el país o recibir un crédito bancario. En cambio, el ciudadano «peligroso» -como Van Morrison- que actúa de forma irresponsable o critica al gobierno o toma decisiones que van en contra de las directrices oficiales, resulta penalizado con la prohibición de detentar cargos públicos o disfrutar de un crédito bancario. En las peores circunstancias, el ciudadano «peligroso» puede ser expuesto a una humillación pública en la televisión o en las redes sociales (todo esto recuerda de forma escalofriante los métodos más siniestros de la Revolución Cultural de Mao). En definitiva, el ciudadano peligroso se convierte en un ciudadano -o mejor dicho, en un paria- de segunda categoría. En una especie de meteco en la Grecia clásica.

Y si Van Morrison, por muy gruñón y tocapelotas que sea, se atreve a criticar estas cosas, algo de razón tendrá en su oposición obstinada a ese Klaus «el mago» y a ese Bill Gates que quiere «jugar a ser Dios». Y por eso, supongo, ayer soñé que Morrison se ahogaba haciendo surf en algún lugar indeterminado del planeta.

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