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Eduardo Jordà

La conexión mallorquina

La líder del partit d'ultradreta Germans d'Itàlia, Giorgia Meloni, després de les eleccions de 2022 Oliver Weiken/dpa

En cierta forma, no me han sorprendido las revelaciones sobre la conexión mallorquina del padre de Giorgia Meloni, la futura primera ministra de Italia (y la primera mujer que ocupará el cargo en toda la historia democrática del país, mérito que desde luego no parece nada desdeñable). Por lo que ha revelado Diario de Mallorca, el padre de Giorgia Meloni fue detenido en Menorca, en 1995, cuando patroneaba un velero que transportaba 1.500 kilos de hachís en una ruta que iba desde Marruecos a Italia. En la Audiencia de Palma, Franco Meloni fue condenado a nueve años de cárcel. Meloni padre podría haber obtenido beneficios penitenciarios si delataba a la persona o a la organización para la que trabajaba, pero Meloni padre guardó silencio y cumplió su condena. Como es natural, la hija había mantenido en secreto esta condena por narcotráfico de su padre. Y es lógico que lo hiciera, porque hay que ser un auténtico kamikaze si uno se dedica a la política y se atreve a hacer público un hecho así de comprometedor. La política moderna es un cruel juego de antropófagos, y ningún político actual podría reconocer de buena fue que su padre había sido condenado a nueve años de cárcel por un delito de narcotráfico. Para hacer algo así hay que estar loco. Literalmente.

He dicho antes que no me han sorprendido las revelaciones de Diario de Mallorca porque había algo en Giorgia Meloni -la mirada, sobre todo, que siempre parecía velada por una profunda tristeza- que delataba una vida nada agradable y nada convencional. Si uno repasa las biografías públicas de la mayoría de los políticos actuales, todo parece pautado y predecible, como si esas vidas hubieran sido diseñadas por un algoritmo cibernético que se fundara en sondeos y en mediciones de audiencia (pensemos en Rajoy o en Pedro Sánchez, por ejemplo). Meloni, en cambio, de la que no sabíamos nada hasta hace muy poco, demostraba ser una mujer que tenía detrás algo que la distinguía de todos los demás políticos. No parecía cínica, ni hipócrita, ni oportunista, sino más bien todo lo contrario, es decir, alguien que se movía con un fervor y una pasión ideológica que hoy en día parecen totalmente extemporáneos en los estúpidos reality shows de la política profesional.

Y ahora sabemos por qué. El padre de Meloni la abandonó a ella y a su hermana (y a su madre) cuando era una niña, y se fue a vivir a las Canarias en un velero que se llamaba -detalle deliciosamente novelesco- Caballo loco, igual que el jefe sioux. Después, Meloni y su hermana vieron unas pocas veces más a su padre en la Gomera y luego ya no volvieron a saber nada más de él. Y Meloni tuvo que crecer en lo que entonces se llamaba «un hogar disfuncional» que subsistía a duras penas en una barriada depauperada de la periferia de Roma, Garbatella, ese barrio en el que Nanni Moretti iniciaba su paseo en Vespa de Caro diario y del que Juan Claudio de Ramón nos ha dejado una deliciosa descripción en su Roma desordenada. O sea, que en la vida de Meloni ha habido pobreza, abandono, heridas íntimas, dolor. Es una vida casi dickensiana, y más aún cuando pensamos en lo que ella tuvo que vivir -aunque ya estuviera distanciada por completo de su padre- cuando supo que Franco Meloni había sido detenido en Menorca con 1.500 kilos de hachís en la bodega de un velero.

Si bien se mira, Giorgia Meloni podría ser un personaje femenino de una novela de Michel Houllebecq, esos hijos de unos padres que creían en todo lo que trajo la generación de mayo del 68 -sexo, hedonismo, drogas, odio a la familia y a todo lo que fuera tradicional- y que reaccionaron defendiendo muchos años después todo lo contrario a los ideales y al modo de vida de sus padres. Si el padre de Giorgia Meloni fue comunista y ateo y abandonó a su familia cuando sus hijas eran muy pequeñas, Giorgia Meloni defiende con uñas y dientes la institución familiar. Si el padre de Meloni no creía en nada, Giorgi Meloni defiende la religión, sobre todo la religión católica. Y si el padre de Giorgia Meloni quería poner patas arriba una sociedad que le parecía caduca e injusta y represiva, su hija quiere mantener en pie todo lo que queda de esa sociedad tradicional que ahora se enfrenta a los embates de la pandemia y la crisis económica y la globalización. Y en un tiempo en que todo parece derrumbarse -las naciones, las instituciones, las sociedades, las familias-, Meloni defiende todo cuanto pueda ayudar a sostener ese edificio tambaleante en el que todos pensamos, engañándonos, que podríamos sentirnos a salvo. Es evidente que sus ideas son más sentimentales que eficaces y que probablemente no servirán de nada, pero si Meloni tiene enfrente a una izquierda desorientada que no sabe muy bien qué defiende -aparte de distinguir entre niños y niñas y niñes-, esa apelación a los valores tradicionales va a tener mucho éxito en estos tiempos de zozobra y de crujir de dientes.

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