No pudo elegir peor. Vio, el expendedor cuyo número —1208— no olvidará en la vida, junto a su vehículo de alquiler estacionado, y se dirigió hacia él. De haber cruzado el paseo Mallorca, hubiera podido entablar conversación con el número 1209, el cual gozaba de la sombra de varios árboles.

Los treinta y ocho grados al sol de temperatura de esa tarde plomiza de mayo no debieron asustar a la visitante de aspecto nórdico en avanzado estado de gestación que pretendía obtener un tique de estacionamiento en la zona ORA.

El «doce cero ocho» no tuvo padrinos cuando lo instalaron. Lo abandonaron en la desangelada confluencia del paseo con calle Cerdanya.

Situada frente a la máquina, —diría que sin crema solar— la usuaria del servicio pasó varios minutos leyendo las instrucciones de uso. En un momento dado sacó su cartera, eligió una tarjeta de crédito y la insertó en la ranura clara y gráficamente indicada.

Conociendo la errónea información que ofrece el artilugio, me dispuse a asistir a la turista y contribuir de este modo a impulsar —como dice la ministra del ramo— la locomotora de España. Sin embargo, internamente algo me detuvo, estaba a punto de corroborar mi apreciación reflejada en el artículo: «Taxis sí, ORA no», publicado la víspera del día de San Sebastián en este periódico. Concretamente, el párrafo referido a los expendedores de tiques, rezaba:

«Tampoco lo tienen fácil los visitantes. Los paneles de las máquinas, especialmente unos determinados modelos, presentan destacada iconografía junto a ranuras insertadoras de tarjetas —las difusas monedero— que los confunden».

Tras varios volteos e infructuosos intentos, la conductora rebuscó y probó con otra tarjeta. Era contumaz, no se daba por vencida y las gotas de sudor resbalaban cada vez más caudalosas por sus zonas esternocleidomastoideas, de modo que me dispuse a asistirla. Pero en ese preciso instante apareció su acompañante y le ofreció otra tarjeta que, como tampoco acertó con el total de tres que llegó a usar, la pintura gris de la máquina también empezaba a derretirse confundiéndose las gotas de pintura en el suelo con las de sudor, «y los hermanos Marx estaban a punto de resucitar su camarote», decidí, definitivamente —echarles un cable—.

Mi tardía reacción fue enmendada por la ágil llegada de un educado controlador de la ORA que, percatándose de la situación, se apresuró a ejercer su labor.

El empleado municipal les explicó que las instrucciones de la máquina se referían a —misteriosas y en su poder—tarjetas monedero específicas y recargables, no a las de uso cotidiano y mundial, fueran de crédito o débito.

Sorprendentemente, la turista extranjera, en catalán, contestó:

—N’estic assabentada. Som subscriptora de l’edició digital del Diario de Mallorca, i fa devers quatre mesos, un jubilat —a un article d’opinió— explicà aquesta situació. I, en l’avançat que estan vostès —fins i tot a l’OTAN— i el molt que es preocupen del turístic modus vivendi «de la seva pallissa, com al seu dia la qualificà, Llorenç Capellà», no dubtava que hagueren solucionat aquest entrebanc pels visitants.

—Lo siento, la verdad es que, de fácil que resulta, es ridículo no haberlo solucionado. Quizás el nivel de lectura en este país no es tan elevado como en el suyo y puede que no lo hayan leído.

—Però, vostès que ho veuen cada dia, no informen d’aquesta deficiència del servei?

—Risas... Insistiremos…

—Si vuelve a visitarnos, procure traer monedas y recuerde que las máquinas tampoco dan cambio. ¡Ah!, y si un controlador le ofrece la tarjeta, mejor no la acepte. Al ser de prepago suele sobrar saldo y lo desperdician.

—Vostè, té un parlar amable, però molt mecànic. El seu discurs pareix una gravació.

—No, en absoluto. Solo que, ya es la décima vez que lo he repetido hoy.

—Very complicated —dijo el acompañante—

—Really incomprehensible, but… —sentenció el controlador—

—Moltes gràcies per la seva amabilitat jove, anirem a cercar canvi. No ens denunciï si us plau...

—Vaya, vaya tranquila —contestó el muchacho—.

—Aquestes màquines no hi ha qui les entengui. Jo sempre vaig al pàrquing soterrat —manifestó una señora detrás de mí—.

Como llegaba tarde a recoger a mis nietos —alucinado de mi repercusión internacional— y la dislexia lingüística me estaba descolocando, me tuve que marchar y no sé cómo acabó el vodevil. Menudo conflicto moral tendría el controlador si al final se vio obligado a denunciar ese vehículo.

«Oda a la indiferencia basada en hechos reales».