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Antonio Papell

¿No nos representan?

El notario López Burniol, citado con frecuencia en estas columnas, es uno de los analistas más refinados de la realidad política española, y, probablemente airado por la indecente incapacidad de los partidos para renovar las instituciones constitucionales, ha publicado un duro artículo contra la oligarquización de estas organizaciones, que considera semejantes a los de la primera Restauración, y por lo tanto al servicio de las elites. Entonces, como ahora, podía decirse que «las Cortes son una herramienta de la oligarquía y suelen autorizar al gobierno a legislar por decreto; la prerrogativa regia no funciona, y falta un poder moderador que siquiera frene a la oligarquía; los intelectuales han desertado; el resultado de ese pésimo gobierno es un Estado frustrado y fracasado, todo ello ante la pasividad del pueblo». La cita reproduce ideas de Joaquín Costa.

Burniol cree, en fin, que en España, desde el inicio de la Transición, «el poder político está secuestrado por las cúpulas de los partidos al servicio preferente de sus particulares intereses, que en lo inmediato pasan por la conquista y la preservación del poder, así como por la consecuente colocación de militantes y agregados, y —last but not least— por favorecer y resguardar la posición de dominio de aquellos grupos que los respaldan». Con menoscabo del interés general y quebranto de las instituciones.

El análisis se puede suscribir íntegramente, ya que los descritos son reconocidamente los síntomas de la partitocracia, que suelen aparecer allá donde hay partidos políticos que se disputan el poder en el ámbito parlamentario. Los partidos tienden a cerrarse sobre sí mismos y a que una oligarquía se haga con el control; por eso la Constitución española establece en el tempranero artículo 6 que «su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos». En estas condiciones participativas, se supone que será más fácil la circulación de elites (Pareto) y más difícil el acaparamiento del poder por minorías.

Es curioso comprobar que las afirmaciones de López Burniol, que suenan familiares, son aproximadamente las mismas en su contenido (no en su forma) que las que transitaban por las calles en el entorno del 15 M (15 de mayo de 2011) y que se plasmaron en un manifiesto que llevaba por título «No nos representan». Se culpaba entonces al establisment, a la superestructura política, y particularmente al binomio PP-PSOE, la profunda crisis que estábamos atravesando, y que en cierta medida se debió a la falta de previsión de las elites. En los mercados globales —las célebres hipotecas basura— y en nuestro propio país —el desconocimiento de aquella letal burbuja inmobiliaria a la que nadie parecía dar importancia.

Aquellas movilizaciones supuestamente espontáneas no se quedaron en las palabras: pasaron a los hechos. Dieron lugar al nacimiento de Podemos, una organización informal, joven, asamblearia, abierta… que tardó poco en convertirse en partido político… y en mostrar todos los vicios inherentes a las organizaciones partidarias que sus promotores habían venido a corregir. Aquel estallido del sistema de partidos dio cabida a Ciudadanos, que probaba fortuna desde extramuros del binomio centralizado, y poco después registró el nefasto nacimiento de Vox, por la incapacidad de Rajoy de retener a su ala derecha. Sería difícil defender que el «nuevo» sistema de partidos ha mejorado con respecto al «viejo», pero el intento fue en líneas generales plausible.

Pero no todo son malas noticias. En el PSOE, la oligarquización de la cúpula, que se produjo de forma descarada al amparo de poderes económicos externos, terminó fracasando por obra y gracia de la militancia. Pedro Sánchez, contrario a favorecer la presencia de la derecha en el poder —esto no es Alemania, donde derecha e izquierda democráticas lucharon juntas contra el nazismo— fue expulsado a las tinieblas exteriores por sus conmilitones corruptos… Pero fueron las bases las que repusieron a Sánchez en la secretaría general, en un golpe de fuerza popular que permite mantener viva cierta esperanza. Los partidos no son todavía lo que debieran, pero al menos tienen conciencia de que esta apertura democrática ha de proseguir. Sin cesiones a fórmulas de democracia directa fácilmente manipulables y que han fracasado siempre que se ha tratado de suplir con ellas las técnicas de la democracia clásica.

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