Con la caída del estado de alarma en toda España, a medianoche de hoy domingo, Balears entra en una situación que difiere poco de la que ha condicionado su vida pública y privada en los últimos meses. También, por supuesto, su economía.

Las islas mantendrán el toque de queda y restricciones en horarios y aforos, pero con mayor ampliación de autorizaciones, en una estrategia de desescalada lenta para la hostelería, el comercio, los eventos y las reuniones familiares. Así lo ha aprobado el Govern, con el aval del Tribunal Superior de Justicia de Balears, con una ajustada mayoría de tres votos a favor y dos en contra de los componentes de la Sala de lo Contencioso-Administrativo, lo cual no deja de ser sintomático de la controversia que suscita una cuestión que afecta de lleno a los derechos fundamentales de las personas.

El nuevo plan es recibido en un ambiente de cierto respiro, pero también de frustración y desconcierto por parte de la ciudadanía. Resulta difícil entender unas resoluciones judiciales con fallo diametralmente opuesto según el lugar en el que se producen. Permiten a Balears, Valencia, Canarias y Navarra mantener el toque de queda, pero no al País Vasco. Tampoco son comprensibles acciones políticas que toleran en algunos territorios, como Andalucía, ir a discotecas hasta las dos de la madrugada, mientras a otros ciudadanos se nos confina en casa a las once de la noche sin datos epidemiológicos necesariamente en consonancia con esta drástica imposición. Un auténtico galimatías político y judicial con visos de enmarañarse.

Francina Armengol vuelve a situarse en el extremo duro del combate a la pandemia. Argumenta la presidenta que, pese a la relativa buena situación de las islas, el abandono radical de medidas de prevención y contención puede propiciar una cuarta ola y conducirnos a un escenario de contagios nuevamente expansivo porque «todavía es muy limitado el porcentaje de colectivo de población que se encuentra vacunado».

La inmunización sigue siendo el punto débil de un sistema sanitario que ha aguantado y ha contribuido a minimizar los efectos mortíferos de la covid. Sin embargo, no ha servido para que Reino Unido nos distinga con el ansiado color verde en el semáforo de la movilidad, al desvanecerse la deseada singularidad por la que han luchado especialmente los territorios insulares. El riesgo de expansión de la pandemia por la llegada de viajeros que subraya el Govern para justificar restricciones y toque de queda sigue siendo, hoy por hoy, una quimera en el caso de alemanes y británicos.

Salvar vidas para salvar la economía, insiste Armengol, con la mirada puesta en junio y el arranque de la temporada. Es una estrategia arriesgada, frágil y plagada de incógnitas, dado el caprichoso comportamiento del virus, al que la amplia batería de restricciones ha estabilizado, pero no doblegado. En buena medida, también resulta impopular y exige una clara explicación a la cansada opinión pública para que no arraigue la sensación de sacrificio interminable en búsqueda insegura de futuribles turistas ni dé alas a la llamada a la rebelión de ciertos sectores de la hostelería que animan a plantarse. Las próximas semanas serán cruciales para la pandemia, pero también para la constatación del éxito o fracaso de la gestión de Armengol en un escenario complejo y cambiante precisamente en el momento de iniciar la temporada turística.