Me duele conjugarlo en pasado, pero no hago más que constatar una realidad. El pasado martes se cumplió el quinto aniversario del atentado contra el semanario satírico, Charlie Hebdo, que levantó, despertó, un movimiento de empatía y solidaridad nunca visto, vivido hasta entonces en Francia. Más de cuatro millones de personas en todo el país durante un fin de semana y más de millón y medio tan solo en París, en la mayor manifestación que se recuerda en la capital.

"Je suis Charlie" consiguió unir a todos los franceses por encima de cualquier diferencia, superando los múltiples obstáculos que constituyen el mosaico de creencias religiosas, orientación política, color de piel y más. Las llamadas marchas republicanas del aquel fin de semana de enero del 2015 fueron un hermoso ejemplo, emocionante respuesta, de un país herido en uno de los tres pilares donde se asienta su grandeza: libertad, igualdad y fraternidad. El atroz atentado contra los periodistas de Charlie, kalashnikof contra rotuladores, fue más que un ataque a la, hoy controvertida, libertad de expresión. La contundente y espontanea reacción del pueblo francés, unidos como hermanos e iguales. Unidos ante el dolor, quedó plasmada como un hito, un momento inolvidable en la historia del Hexágono. Y podríamos añadir de Europa, del mundo.

Ahora, cinco años más tarde, si no lo hubiéramos visto con nuestros propios ojos, podríamos creer que esa respuesta fue tan solo un espejismo. Cabe preguntarse: ¿Dónde ha ido a parar el espíritu de esos días? ¿Dónde están hoy los ciudadanos que hace cinco años aplaudían, vitoreaban y abrazaban a la policía, a los cuerpos de seguridad? Tal vez fuera todo una ilusión colectiva, el sueño de un domingo de invierno. El mundo ha cambiado tanto en un lustro, que resulta difícil entenderlo en el confuso panorama actual. Aquel atentado fue una de las primeras manifestaciones del terrorismo yihadista. La toma de consciencia de que nadie estaba al abrigo, ni en Francia, ni en Europa, de una nueva forma de barbarie. Una nueva forma de guerra que venía, surgía del interior, el enemigo estaba en casa, era un vecino, un hermano.

En el mismo 2015 la réplica brutal del Bataclan, aquel negro 13 de noviembre, pese a la magnitud de los hechos, ya no despertó el mismo sentimiento, ni generó la misma respuesta. Fue la constatación de que realmente habíamos entrado en un terreno desconocido. Francia estaba en guerra y se empezaba a mirar de reojo ciertos elementos generadores de alarma: islamización, radicalización, código de vestimenta, signos externos de pertenecía a tal o cual religión. Pero no solo eso, el ambiente político se ha ido crispando desde entonces, y no hablo solo de Francia. La llegada al poder de Trump, el Brexit, -que ahora parece definitivo- el auge de los populismos, de la demagogia, del todo vale para acceder al poder, o para desestabilizar al contrario - un contrario que ahora ha pasado al rango de enemigo - , los mensajes incendiarios que circulan, y se propagan por las redes a la velocidad del sonido, tremendas fake news. Una crispación política que lleva, indisociable, una sacudida, una convulsión social.

Quizás, sin salir de Francia, el máximo ejemplo sea el de los "chalecos amarillos". Un movimiento, que si bien surgió aparentemente de un modo espontaneo, como muestra de un malestar social, derivó rápidamente en un ejercicio de violencia gratuita con el único objetivo de derrocar a un gobierno democráticamente elegido. Una toma de la Bastilla en versión 2.0, de la espontaneidad inicial pasó a la manipulación. En la sombra Steve Bannon, moviendo hilos en la red, mientras Marine Le Pen y Mélenchon, malos perdedores, se frotaban las manos, como ahora mismo con la huelga de transportes, esperando tarde o temprano recoger los frutos sin reparar en los medios.