Los políticos discursean sin mesura sobre las virtudes del buen español. Según Pablo Casado, hay que colgar banderas en los balcones y entonar el "lo, lo, lololo..." cuando juega La Roja. Para Santiago Abascal tienes que defender las corridas de toros como si fueran la esencia de la españolidad, las procesiones y montar a caballo como Curro Jiménez. Albert Rivera pide que te pongas una pulsera bicolor y otra naranja en la muñeca. Los socialistas del sector contemporáneo consideran que ningún español de raza deja de admirar el porte y la audacia política de Pedro Sánchez. Los socialistas felipistas y guerristas son, en consecuencia, pésimos ejemplares de la españolidad. Pablo Iglesias opina que los mejores llevan coleta.

Pagar los impuestos de acuerdo con la ley y sin atajos es poco relevante. Robar al Estado es un mérito. Incluso es una virtud que cotiza a la baja si nos atenemos a la cantidad de personalidades políticas que crean sociedades instrumentales para pagar menos tributos. Tampoco se alaba el españolismo de quien cumple a rajatabla la legislación laboral si es empresario o se entrega con afán a su labor si es trabajador.

Si cada partido puede repartir carnets de españolidad a su antojo y según los parámetros que se antojan al líder del momento, todos los residentes en la metafórica piel de toro e islas adyacentes tenemos derecho a negociar cláusulas propias e individuales. Ahí van algunas de las que exigiré en mi contrato de españolidad.

Uno. Me niego a colgar banderas, lucir pulseras o un pin con sus colores. Bicolores, tricolores, cuatribarradas, diminutas o gigantescas, de un club de fútbol o de una escudería de F1. Siempre me han parecido un trapo con el que algunos de los peores sátrapas tratan de tapar sus vergüenzas apelando al lado irracional de las masas.

Dos. Ni un euro de mis impuestos para fomentar, subvencionar o enaltecer las corridas de toros. Pienso oponerme a toda ley que pretenda anclar este país en la Edad Media. También dedicaré una peineta al Tribunal Constitucional cada vez que recuerde sus sentencias. En Cataluña dictaminó que no se podían prohibir las corridas porque son cultura, pero sí regularlas. Cuando Margalida Capellà redactó una ley balear que se ajustaba a la doctrina de los doce jueces, coartaron las competencias normativas del Parlament. Se trataba, al fin y al cabo de preservar los gustos de los magistrados. O eso dijo un catedrático de derecho constitucional cuando aventuró, y acertó, que el futuro de la ley balear dependía de los gustos de los jueces.

Tres. Me opondré a quienes intenten que el catalán vuelva a ser una lengua de segunda y de andar por casa. O el Estado en todos sus niveles aplica la Constitución y promueve el habla de esta comunidad o dejaré de ser amable y practicaré la guerra de guerrillas en el comercio, la policía y la judicatura.

Cuatro. Exijo una reforma legislativa que castigue a quien diga que en España luce el sol porque brilla en Madrid. Reclamaré el cierre de las televisiones que presenten la opinión de cuatro ciudadanos que transitan por la calle Preciados de la capital como si fuera la de todos y cada uno de los 46 millones de habitantes del país.

No pido demasiado. Deseo seguir siendo español porque abomino de las fronteras físicas y psicológicas -son las peores- que pretenden levantar los independentistas. Si mis condiciones para mantener la nacionalidad resultan abominables para el próximo presidente del Gobierno aceptaré exiliarme a infiernos como Hawai, las Maldivas o Cayo Levisa.