Son apenas una decena. Están concentrados en la plaza de España de Palma en formación casi militar. Portan banderas españolas republicanas y rojas con la hoz y el martillo. Una joven camina a su alrededor lanzando consignas que los demás replican. Gritan. Son lemas que translucen crispación.

El Gobierno de Mariano Rajoy envía a miles de guardias civiles y policías a Cataluña para impedir que se celebre el referéndum independentista del 1 de octubre del año pasado. En algunos de los acuartelamientos de origen se les despide al grito de "a por ellos". Tres palabras que incitan a la violencia.

El pasado domingo en Alsasua, Navarra. Ciudadanos convoca un acto de respaldo a la Guardia Civil. No se trata de analizar aquí su oportunismo. Decenas de extremistas se manifiestan frente a ellos. Les insultan. Les tiran estiércol. Les lanzan alguna piedra. El mundo independentista vasco pretende marcar territorio. Quiere excluir al adversario político y lo convierte en enemigo. Amenaza a quien piensa diferente.

Es 12 de octubre. Fiesta nacional en el paseo de la Castellana de Madrid. Un grupo de asistentes al desfile militar abuchea al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Quizás defiendan de palabra que todo el espectro político respalde la festividad, la bandera y el Ejército, pero con sus actos patrimonializan estos símbolos. Otra forma de exclusión.

Año 2017. 21 de septiembre en Barcelona. Miles de personas se concentran ante la conselleria de Hacienda de la Generalitat catalana. Protestan contra el registro ordenado por un juzgado que investiga el procés independentista. La manifestación deriva en el destrozo de varios coches de los guardias civiles. La comisión judicial queda aislada durante horas y algunos empleados del juzgado tienen que salir por la azotea.

Cualquier campo de fútbol. Cualquier fin de semana de la última década. Insultos a los adversarios. Insultos al árbitro. Insultos racistas a jugadores del equipo rival. Lo normal. Si la situación se descontrola, puede haber pelea. Incluso muertos. Como Jimmy, hincha del Deportivo fallecido a palos en 2014 durante un enfrentamiento con radicales del Atlético de Madrid. La Justicia fue incapaz de encontrar un culpable. Los violentos quedaron impunes. Como tantas otras veces.

Bandas latinas, bandas neonazis, bandas de extrema izquierda. Grupos de grafiteros que atacan a la policía y amenazan a vigilantes jurados. Pandillas sin ideología que se divierten agrediendo a mendigos. Grupúsculos independentistas o unionistas que cada 30 de diciembre se congregan a izquierda y derecha del monumento a Jaume I para insultarse y amenazarse alzando banderas que, casualmente, tienen los mismos colores. Raperos que invitan a matar. Locutores que incitan a secuestrar.

En este país hay una multitud de cabreados. Quizás supongan un pequeño porcentaje de la población, pero se hacen notar mucho. Demasiado. El cabreo es el caldo de cultivo de enfermedades individuales y colectivas. Para pasar del cabreo al odio basta dar un paso. Del odio a la violencia solo es necesario recorrer un palmo más. La acción genera reacción y el desastre es imparable. Baudelaire definió esta dinámica con una parábola: "El odio es un borracho al fondo de una taberna, que constantemente renueva su sed con la bebida".

Tenemos leyes contra el odio. De nada sirven las normas si los primeros cabreados son aquellos que deberían apagar los fuegos. Los políticos han convertido la crispación en lanzallamas. Son el bombero pirómano. Este país necesita menos discursos incendiarios y más payasos que arranquen una sonrisa. Payasos de verdad. No algunos de los intrusos que suben a las tribunas parlamentarias.