El éxito de algunas ciudades como foco de la inversión internacional explica en buena medida el acelerado incremento del precio de la vivienda. La ley de la oferta y la demanda presiona con rigor al alza cuando escasean las zonas premium y el dinero, proveniente de todo el mundo, fluye en abundancia. Palma comparte ese destino con otras urbes -de Nueva York a Londres, de Barcelona a París- que han salido reforzadas de la globalización. Les une el atractivo del entorno, una elevada calidad de vida, un horizonte amplio de oportunidades y unas magníficas redes de conexión internacional. Lógicamente, con el flujo masivo de inversión, el rostro de las ciudades se adecenta, la oferta cultural y comercial se amplía, y el dinamismo económico -fácil de constatar en forma de empleo- se dispara. Pero la sombra de esta historia de éxito se mide en términos de una peligrosa inflación en los activos inmobiliarios, que dificulta -por no decir que imposibilita- el acceso a la vivienda de una parte muy considerable de la ciudadanía.

Los datos que ha facilitado hace pocos días Diario de Mallorca son congruentes con esta percepción generalizada. La cuota hipotecaria mensual en Baleares es la más alta de España -705 euros al mes de media, frente a los 536 que se pagan de media en el resto del país-, lo que exige al ciudadano de nuestras islas un esfuerzo económico muy superior al aconsejable para convertirse en propietario de una vivienda. Este marco de dificultades hipotecarias se ve agravado si tenemos en cuenta el favorable viento de cola que suponen los tipos de interés -que se encuentran en niveles históricamente bajos- y la falta de alternativas razonables en el arrendamiento, que se ha visto estos últimos años muy condicionado por el alquiler turístico. Resulta obligado además señalar que la propia estructura económica de las Baleares -una economía básicamente de servicios y con un escaso número relativo de funcionarios y de empleo industrial- no favorece unos salarios elevados que justifiquen el coste excesivo de la vivienda o que faciliten su compra. Esta fórmula de salarios frágiles y vivienda encarecida nos procura un diagnóstico preocupante de nuestra resistencia frente a futuros shocks. No cabe duda, por tanto, de que se debe trabajar en ambas direcciones: por un lado, mejorando la calidad del empleo y, por otro, garantizando un stock de viviendas suficientes para cubrir tanto las necesidades de los mallorquines como la de los profesionales venidos de fuera.

Entre otros motivos, porque esta subida en los precios inmobiliarios no sólo es insostenible a largo plazo sino que resulta claramente contraproducente para el futuro de una comunidad que quiere disfrutar de un notable estándar de vida. Las sociedades modernas se nutren de gente creativa y de trabajadores bien formados que necesitan poder atender a sus familias con buenos colegios, barrios bien dotados, casas suficientemente amplias y costes asequibles. Nada de ello es posible si las ciudades y los pueblos se desarrollan sólo al ritmo marcado por la burbuja inmobiliaria. No existen soluciones sencillas ni rápidas a un problema que sabemos global, pero la cuestión de la vivienda está aquí para quedarse. Sin duda, las ciudades de éxito seguirán marcando tendencia a lo largo del siglo XXI. Lo que convierte en aún más prioritario este debate.