El caso de la mujer fallecida por causas naturales en su domicilio y de sus tres hijos desnutridos, de entre 5 y 11 años, que convivieron con su cadáver hasta que uno de ellos reclamó ayuda, obliga a revisar las secuencias de tan grave suceso y, a partir de ello, plantear distintas cuestiones.

Estremece comprobar que hechos así puedan ocurrir hoy en día en una ciudad como Palma, pero la verdad es que ha pasado. Es la plasmación dramática y desgraciada del máximo desamparo en una ciudad de población densa, en la que el alegre bullicio del turismo disimula demasiadas carencias y que, además, dispone de una Administración con profesionales y protocolos de servicios sociales eficaces. Aún con ello, se producen lagunas en las que una mujer puede fallecer por causas naturales en su domicilio y dejar a tres hijos menores en la más absoluta desprotección sin que nadie se entere. Ha sido la conjunción desgraciada de soledad y enfermedad ligadas a las dificultades de la inmigración y el desarraigo familiar. Posiblemente también el efecto del choque cultural entre costumbres de origen y exigencias del lugar de acogida. Desarraigo, en pocas palabras.

Sin embargo, todo ello junto no puede justificar, ni siquiera explicar, lo ocurrido. Insistimos en que obliga a replantear algunas cuestiones básicas de la asistencia social y, más en concreto, de la tutela de los menores. Los departamentos asistenciales del Govern, del Consell y el ayuntamiento de Palma insisten una y otra vez en que estaban al corriente de la situación de la familia. Sabían, por advertencia del centro correspondiente, de la falta de escolarización de los niños en lo que va de curso y tenían claras sospechas de los reiterados cambios de domicilio. Estaban activados todos los protocolos establecidos para casos así pero, a fin de cuentas, todo se perdió por exceso de burocracia administrativa ajena a la proximidad humana. Aún con rigor profesional y buena voluntad, no se supo reaccionar y dar amparo a una familia que, en definitiva, era presa del miedo y que tenía en el anonimato su único refugio posible. Por eso la madre rehuyó en su día la ayuda social, rechazaba asistencia médica y aislaba a sus hijos. Era el pánico al desahucio y a la pérdida de custodia materna.

Ahora, con los menores, el Institut Mallorquí d’Afers Socials procura su protección y se debate entre terapias familiares a aplicar que pueden ser desde la acogida a la más drástica de la adopción, pasando por una búsqueda inicial de un familiar. De forma paralela convendrá, más bien será imprescindible, revisar todo lo ocurrido para poder cubrir las lagunas y carencias que se han producido. Habrá que aprender a actuar mejor sobre la estricta realidad y tener en cuenta que Palma, como el resto de urbes de su condición, mantiene en su población numerosos casos de soledad. Estos mismos días, informes del propio Ayuntamiento han divulgado que más de 17.000 personas mayores de 65 años viven solas y que de ellas, 12.000 son mujeres.

No se podrá obviar tampoco el fenómeno de la inmigración que, como es obvio, también afecta de lleno a Palma. La asistencia social ligada al crecimiento de población dependiente de la ancianidad y de la llegada de personas con otras culturas, es un verdadero reto para la Administración y obliga a la revisión permanente de la realidad palpable. Es más, posiblemente ya no baste con la asistencia pública, se vuelve imprescindible la implicación vecinal que aporta mayor calidad humana a la convivencia y contribuye de manera decisiva a la imprescindible cohesión social.