El rostro de Modiano asoma en cada esquina. La timidez del sol resalta la pálida piel de las chicas parisinas, que aprovechan esos rayos para templar su carne. Un sol desmayado. Algunas recorren a paso ligero, casi corriendo y sin sudar, el perímetro del Jardín de Luxemburgo. Sorprende la familiaridad de los cuervos. No se inmutan ante el paso de los viandantes. Las ciudades nos dan palomas y las poblaciones costeras, también gaviotas. París nos presenta a sus cuervos. Este pajarraco merece todos mis respetos, por injustamente denostado. Me gusta quedarme a solas en una gran ciudad. Uno tiene la agradable sensación de no ser nadie y de gozar de una libertad que no sabe si será capaz de gestionar. Uno se quiere mucho cuando se queda solo ante la inmensidad. Uno es capaz de caminar, en un lento travelling, durante seis horas y comprobar las gradaciones de la luz en los edificios y en la superficie del río. Esa libertad del caminar sin una dirección prefijada. Y la literatura siempre como música de fondo. Entonces, imitar aunque sólo sea como una broma, como un guiño, la empresa de Georges Perec en la plaza de Sant Sulpice y sentarse en una mesa en el café de la Mairie y mirar y apuntar lo observado con una minucia extenuante. Y por supuesto, desistir. París tiene estas cosas: que a uno le entran unas ganas locas de escribir y de leer y de romper a hablar en un francés tan defectuoso como audaz con esa chica que es carne de poema. Cruzar el cementerio de Montparnasse y buscar en un plano previamente manoesado por otros visitantes, la situación de las tumbas de Cortázar, Duras o Cioran y toparse con las de Gainsbourg y la de Sarah Koffman. La del cantante está cubierta de mecheros y colillas, notas algo subidas de tono y flores mustias. Los cuervos vuelan de cruz en cruz, de lápida en lápida como si estuvieran en casa. La confianza y, a veces, el descaro de los cuervos parisinos se merecen un monográfico. Su negritud es absoluta. Pájaros de betún, aves petrolíferas, graznidos de Baudelaire. A lo lejos, llega amortiguada la impaciencia de los cláxones y apaciguado el chirriar de los frenos. Los cementerios son lugares con mucha vida. Algún visitante con flores, algún viudo que pasa un delicado cepillo sobre la superficie de la lápida bajo la cual descansa su amante Denise. Sujetos góticos que han comprendido que el cementerio es un lugar que favorece la conversación y el pensamiento reposado, lejos de la cháchara estéril de los seres vivos.

Y leer los escuetos y enigmáticos libros de Marguerite Duras, pues son ligeros y uno puede cargar con ellos en estos largos, sinuosos y a ratos agotadores paseos por la ciudad. Rescatar reflexiones de la escritora como quien descubre nuevos ángulos. Por ejemplo, que no hay periodismo sin moral, que todo periodista es un moralista por muy cínico y descreído que sea o aparente ser. Un periodista siempre juzga lo que ve y, por tanto, la información objetiva no deja de ser un engaño. O las demoledoras y luminosas conclusiones de Bataille, quien afirma que no es un hombre que viva en la esperanza, y añade que nunca ha entendido cómo alguien puede suicidarse por falta de esperanza, pues uno puede estar desesperado sin pensar ni por un instante en pegarse un tiro o lanzarse desde el puente de los candados que simbolizan el amor indestructible. El candado como símbolo del amor autoritario, posesivo y bastante macarra. En fin, leer este tipo de cosas y, a pesar de todo o a causa de ello, sentir acto seguido la extraña marea de la felicidad. La feliz melancolía del hombre que sabe cuidarse solo y que entra en conversación con lo desconocido.

Caminar arrastrando una maleta con ruedas por el boulevard de Montparnasse y recordar, ante Le Dôme, un café frecuentado por los alemanes antes de la Gran Guerra, el momento en que éstos tuvieron que abandonar de forma abrupta el café y alistarse para luchar contra Francia. Una paradoja que se agrandó cuando estos mismos alemanes, una vez finalizada la contienda, regresaron a sus puestos en Le Dôme para retomar una charla que fue bruscamente abortada y ese licor que tuvieron que dejar a medias. Como si nada hubiera ocurrido. Y lo que había ocurrido era una guerra. Esto es París, y éstos son sus cafés, lugares ecuménicos que disuelven la estupidez del nacionalismo. Yo también quiero volver, aunque sea para hablar muy seriamente con uno de esos cuervos y decirle que en mi país sólo se grita y nadie escucha a nadie.