Rajoy no tiene mayoría absoluta, pese a las bravatas que emite en su golpe de Estado municipal para que el PP conserve a la fuerza aquellos ayuntamientos que sus votantes se disponen a negarle. En su histórica victoria de 2011, el partido del presidente del Gobierno se quedó en un 44.6 por ciento de las sufragios. Estos apoyos se tradujeron en 186 escaños en el Congreso. Es decir, un 53 por ciento de los diputados. La prima de más de ocho puntos no solo es generosa. Permitió además que los populares franquearan la frontera de la mitad de los asientos. Sin disponer, conviene repetirlo, del apoyo de la misma proporción de los votantes, por no hablar del censo.

Rajoy no dispone de la mayoría absoluta, como muy bien ha experimentado quien solo disponga de un 45 por ciento de acciones de una sociedad. El PP no se ve favorecido sino catapultado por la Ley d´Hont, irrebatible en cuanto que negociada por todos los participantes en el juego electoral. Sin embargo, la pretensión actual de falsificar las elecciones municipales supone una agresión que desfigura la liza. La bonificación en vigor amortigua los lamentos del presidente del Gobierno, amén de trasladarse a circunscripciones municipales y autonómicas. Por ejemplo, un 46 por ciento de votos en Galicia, para un 55 por ciento de escaños. O un 48 por ciento de sufragios en territorio Cospedal, para un decisivo 51 por ciento de diputados castellanomanchegos.

También hay regiones, las menos, gobernadas por el PP desde una mayoría no solo legal, sino matemática. Verbigracia, Francisco Camps amarró el 51 por ciento de los sufragios valencianos en las últimas autonómicas. En general, un voto a los populares vale más que el mismo sufragio a favor de otras fuerzas políticas, debido a los ajustes legítimos aunque racionalmente discutibles del reglamento pactado. Este trampolín tiene la voluntad de favorecer a las listas más votadas. Rajoy pretende una distorsión adicional, superando el límite del abuso de poder. Carece de la mayoría social expresada, pero la ejerce sin ninguna objeción. El paso siguiente viola los fundamentos de la construcción democrática.

En contra de lo que pretende Rajoy, los votantes del primer partido son más, pero no más válidos. En la omnisciencia sobrevenida de sus dirigentes, el PP se pronuncia como si todos los electores de una formación supieran exactamente lo que votan. Hasta las encuestas más favorables a los populares desmienten este grado superlativo de información, dado el volumen de arrepentimiento detectado. La prepotencia exhibida para cambiar el método de elección de alcaldes también sobreentiende que los votantes son homogéneos en la expresión de su voluntad, que votan lo mismo. Nada permite descartar que haya ciudadanos que apoyen a la derecha sin desear que obtenga la mayoría absoluta. Cíclicamente, los encuestados del espectro político se manifiestan a favor de mayorías no hegemónicas de la formación que endosan.

En su voluntad de imponer un alcalde obligatorio, Rajoy también presupone que un partido gobernará atendiendo a sus votantes. En realidad, el incumplimiento de las promesas electorales del PP ha sido reconocido por la práctica totalidad de sus dirigentes. Dada la frecuencia de las traiciones de los partidos de cualquier signo una vez ene el poder, renunciar a seguirles votando es un mecanismo de protección social. Para soslayarlo, el presidente del Gobierno aspira a esclavizar a sus electores. Aunque se desmarquen y le impidan las mayorías no absolutas apuntadas -43, 45, 48-, continuará gobernando por decreto desde el 40, en la esperanza de que otras fuerzas sufran una desafección más aguda.

Es innecesario enfatizar la lesión a otros partidos, basta centrarse en el ámbito del PP. ¿De qué sirve dejar de votar a un partido, si de todas formas va a garantizarse la alcaldía con una mayoría absoluta todavía más falsificada? Rajoy desea anular la fluctuación del voto, para aherrojar un compromiso vitalicio inspirado en las hipotecas inmobiliarias con décadas de vigencia. No castiga a otras formaciones también minoritarias, sino a los herejes populares que se atrevan a desengancharse del partido único. El presidente del Gobierno traslada su habitual mensaje de que no hay escapatoria. Un voto se emite para siempre. Por lo tanto, se desacreditan de paso las elecciones, una maniobra que ya intentó el inquilino de La Moncloa al nombrar al peor candidato imaginable para las europeas, casi fuera de plazo. Rajoy piensa que votar es un engorro, y quién se atrevería a desmentirle.