El Rey renuncia, Rubalcaba abdica y Rajoy no se encuentra demasiado bien. El Tribunal Constitucional se lo toma con unas copas de más. Así transcurrió el lunes más incierto desde la muerte de Franco. En sus propios labios, la dimisión de Juan Carlos de Borbón pone fin a su "martirio", el término infeliz acuñado por La Zarzuela para definir el caso Infanta que investiga a la hija favorita del Jefe de Estado.

El periodismo se expresa estos días entre interrogantes, con la esperanza de que no tenga que volver a hacerlo entre paréntesis. Entre la canonización fúnebre de la prensa madrileña y el análisis desprejuiciado de los escándalos de La Zarzuela a cargo de los medios extranjeros, la fogata de las redes sociales ilumina la circunstancia de un Rey cuya longevidad le ha permitido apreciar cómo todo cambiaba a su alrededor, mientras él no conseguía evolucionar al ritmo suficiente.

El Rey ha abdicado en la generación de Podemos. Crece imparable la proporción de españoles que han vivido más de la mitad de sus vidas en el siglo XXI. Los países envejecen con sus reyes, y Juan Carlos de Borbón citó en su despedida en más ocasiones al tropel destinado a sucederle que a su heredero legítimo. Ha sabido leer los resultados de las elecciones europeas con mayor dosis de autocrítica que los apolillados partidos políticos.

Puede hablarse de rendición, tal vez de huida. España cambia de seleccionador en una situación que el propio dimisionario califica de crítica. El descalabro financiero con nombre y apellidos ha dañado el "tejido social", en palabras del Rey. El técnico busca un revulsivo contra la convulsión. Aunque la historia prohíbe hablar del mejor momento, cuesta imaginar uno de peor. Infanta, economía, Cataluña, bipartidismo, el borboteo de un Estado en ebullición con una elevada nómina de damnificados.

En una acrobacia de las proporciones de la transición, España ha de diseñar a posteriori el acceso al trono de la generación de Podemos. Aquí entra en escena Rajoy, de quien ya únicamente se jalea su "excelente manejo de los tiempos" con tono satírico. Solo llega puntual a los partidos de fútbol, y su anuncio de la abdicación se abría desde su proverbial ambigüedad, porque "los motivos que han llevado al Rey a tomar esta decisión es algo que Su Majestad desea comunicar personalmente". Para disparar a continuación la zozobra de sus conciudadanos, el presidente del Gobierno señala que "yo espero que en un plazo muy breve" se proceda a la proclamación de Felipe VI. Donde la palabra clave es "espero", indigna de un Estado de Derecho y más apropiada para un gabinete de apuestas.

En realidad, ayer empezaba la gran semana de José Castro, vinculado con la renuncia regia por la prensa no española. La ironía de la actualidad hubiera podido simultanear la abdicación de autor con el auto de señalamiento judicial, contra una hija del monarca que abusó de sus privilegios. Aparte de crear un conflicto a los diseñadores de portadas, la coincidencia desmiente la normalidad predicada por el inmóvil Rajoy.

La agenda de esta semana abunda en la precipitación que enmarca el abandono del Rey. Se necesita una sublevación palaciega para que un monarca abdique, antes de que renuncie a sus derechos sucesorios la Infanta que ha contribuido generosamente a la desgracia de su familia. En el dramático discurso de despedida, el Rey se mostró como un perdedor frente a la "nueva generación". Se distanció de sus súbditos, estuvo a punto de confesar que había intentado entenderlos sin éxito. Ahí os quedáis.

El único político español que hoy coloca a tres millones de espectadores ante las pantallas se llama Pablo Iglesias. Esta constatación agravó el martirio televisado del César. En la clausura de "cuatro décadas" de reinado, la vaguedad resalta que no se han cumplido los cuarenta años que hubieran redondeado numéricamente su labor. Enhebró un memorial de fracasos, compensado por una apelación artificial a "una gran nación".

Por primera vez, conviene resaltar que tal vez la situación no sea tan agónica como trasluce un gobernante. Ante las cámaras, el Rey parecía plantearse si su vida ha valido la pena, y si su despedida evitará la descomposición de su país. Entiéndase que no parecía un inconsciente. Al contrario, el Rey desnudo se mostraba demasiado consciente del acontecimiento que institucionalizaba, de la irreversibilidad del reloj biológico, de las limitaciones que le imponen los percances físicos por encima de su edad. De ahí la invocación a una nueva generación.

Un Rey no puede dudar, y ayer se mostraba hamletiano, inseguro pese al montaje enérgico de las imágenes. Entre las toneladas de comentarios volcados sobre la abdicación, hay que descartar por oportunistas a quienes hubieran felicitado con igual euforia cualquier otra decisión del monarca. Hace un mes predicaban que la continuidad de su reinado era la mejor noticia para España, hoy tachan de majestuosa y muy deseable su jubilación. Sin ánimo de neutralidad, tan peligroso era renunciar demasiado pronto como demasiado tarde, y la decisión cae con prisas. La apelación a un conflicto generacional peca de insuficiente.

Las referencias históricas carecen de sentido, pero alivian un texto tan largo. La salida de Alfonso XIII también se produjo después de unas elecciones, Juan Carlos de Borbón ha podido elegir a su sucesor. Sin excesiva convicción, a juzgar de nuevo por su declamación de ayer. En el veredicto paterno, Felipe de Borbón posee las virtudes "necesarias" pero no sobradas para ocupar el trono a sus 46 años. El entusiasmo muy relativo se contagió a la evocación protocolaria a la Reina, sin necesidad de lucir alianza matrimonial. Sobresalió por su gelidez la mención a Letizia Ortiz, donde la banda sonora debió incluir un rechinar de dientes.

El debate ya saldado sobre la abdicación no contemplaba las desmedidas ganas del Rey por alejarse de una situación que ve ingrata. En las metáforas ferroviarias que prodiga Rajoy, el Jefe de Estado no se ha ido, se ha arrojado del tren en marcha. Le urgía cerrar una etapa que lo ha elevado a la situación prominente en los medios de comunicación internacionales. En el caso del Bild, solo por debajo de la entrada de Uli Hoeness en prisión.

La sacudida propiciada por el Rey posee el calibre suficiente para traducirse en decisiones políticas concretas. Por ejemplo, ofrece una excelente coartada para una suspensión o aplazamiento del referéndum catalán, por mucho que Artur Mas ya ha destacado la indiferencia que supone la identidad del inquilino de La Zarzuela en el mantenimiento de la consulta. Seguro que Rubalcaba ha experimentado la tentación de prolongar su estancia al frente de los despojos del PSOE, alegando también la situación de emergencia. Aunque el rodillo del PP amortigua la disidencia, las votaciones parlamentarios durante la sucesión ofrecerán pistas sobre el futuro electoral. ¿Debe mantenerse el socialismo como el defensor a capa y espada de una continuidad dinástica sin concesiones a la transparencia?

Una visión crítica apuntaría al difícil entronque de la "nueva generación" jaleada por el Rey con la institución monárquica, con independencia de su representante en este mundo. Sin embargo, si hasta la casi reina Letizia ha migrado del republicanismo a la fe en la Corona, por qué no pueden experimentar idéntica conversión sus coetáneos, menos radicales que ella.

Tras la jubilación de un entrenador de toda la vida sin otro precedente que el eterno Alex Ferguson, España elige a su sucesor de la cantera. Nadie tiene más dudas sobre la idoneidad de Felipe de Borbón que su padre. El heredero comparte su capacitación evidente con cientos de miembros de su generación que se ven abocados a empleos de subsistencia. En el ascetismo paterno al enjuiciar a su sucesor cabe un aforismo de otro Príncipe de Asturias, el periodista Jean Daniel que fuera ennoblecido con el galardón citado. "Un sucesor es siempre, lo quiera o no, un asesino". Aceptando esta provisión, el Rey habló por última vez en defensa propia.

La accidentada jornada de ayer pone a prueba las presuntas excelencias del análisis ponderado de una peripecia humana. Hace una década, el Rey ya llevaba tres en el trono. Nadie hubiera imaginado entonces que personajes olvidados en los anales iban a obligarle a una salida destemplada. Que levante orgulloso la mano quien, diez años atrás, señaló a José Castro, Ignacio Urdangarin, Pablo Iglesias o los anónimos elefantes de Botsuana como artífices muy significados del recambio en La Zarzuela. No hace falta haber acertado la quiniela completa, basta con haber nombrado entonces a uno de ellos. Desde esta cautela, cabe pensárselo varias veces antes de aplaudir a quienes se atreven a vaticinar la situación de la monarquía en 2020. Todavía es más difícil hablar en pasado de quien abandona medio siglo de estrellato anegado por la desolación.