Lo admito: les he robado el título de este artículo a los del mayo francés, aquella especie de viruela social que barrió el París del 68, plagada de soñadores que querían cambiar un estado de cosas en un mundo que no les gustaba ni un ápice, pero no se me ocurre otra idea mejor para resaltar lo que me ronda por la cabeza.

Creo que fue la escritora Pearl S. Buck, norteamericana pero con alma china, la autora de la frase "quien quiera mejorar el mundo puede empezar por sí mismo". No parece que estemos por esa labor, ¿y por qué lo digo? Pues porque parece que poco o nada nos importa en que dirección va resbalando irremediablemente nuestra sociedad, nuestro mundo.

Ese mundo que como por todos es sabido se ha convertido en una aldea global donde casi nos llega antes lo que ha sucedido en Pakistán o en Zambia hace escasos minutos que lo que le ha podido pasar al vecino que vive a pocos metros de nosotros, y nuestro interés, no en pocas ocasiones, sigue por los mismos derroteros; nos preocupa y hasta entristece, y con motivo, las desventuras de aquellos separados de nosotros por miles de kilómetros pero guardamos una prudente distancia de los problemas, de las vivencia, de los sentires de quienes comparten con nosotros casi la misma calle.

Somos fáciles en el enfado y hasta en las demostraciones de indignación cuando vemos o escuchamos a tal o cual persona o personalidad, de forma insensible o escasamente solidaria, manifestar, con hechos u expresiones, lo poco que le importan los demás, pero displicentes en extremo y si no lo somos suficientemente lo remediamos aplicándonos a nosotros mismos dosis ingentes de anestésico moral cuando frente a nosotros, muy próximas, se dan, trascurren y discurren circunstancias y realidades que debieran de hacernos enrojecer y hasta incluso actuar.

Es escasamente comprensible que no nos afecten en demasía noticias como las de que en nuestro Estado de bienestar (suena casi a sarcasmo esa palabra hoy en día), en el mismo en que financieros, políticos profesionales y demás privilegiados, que no comen el mismo rancho que los demás mortales y disfrutan sin temor de sus privilegios, existen más de tres millones de niños que viven en la pobreza, y me da lo mismo que tipo de pobreza sea; que en el mismo país en el que hay más de un millón y medio de viviendas vacías, o puede que sean solamente medio millón, también me da igual el número exacto, se eche a familias enteras a la calle con la ley en la mano. Esa ley que, como decía el padre de Gulliver, Jonathan Swifft, es como una telaraña donde las pequeñas moscas quedan irremediablemente atrapadas pero que las grandes avispas atraviesan con facilidad.

No es posible comprender que el desgraciado que roba en una casa dé con sus huesos en la cárcel en ocasiones por largos años y el ciudadano, de mejor porte y distinta clase social, que ha hecho desaparecer los ahorros de miles de familias o de fondos públicos, se permita el desparpajo de dar ruedas de prensa o de manifestar ante jueces y la pública opinión que él y su familia han sufrido mucho con la situación.

Es de difícil deglución el admitir que los jueces que se atreven juzgar a los poderosos se vean en la tesitura de la crítica y hasta de la eventual condena jurídica, cuando los ciudadanos de a pie no les queda más solución que acatar y sufrir las sentencias judiciales por más injustas que estas sean.

No menos deglutible es la constatación de que algunos que han hecho vaporizar los ahorros de miles de familias y que nos han dejado una agujero de algunos miles de millones que pagaremos los de siempre y a escote, u otros que han hecho del erario público su particular monedero, tengan el papo suficiente como para manifestar ante algún juez que él mismo y su familia han sufrido mucho con su situación o en su caso se dediquen a dar ruedas de prensa comentando lo bien que le ha ido finalmente un asunto judicial.

Habitamos en tal esperpento social que Larra y Valle Inclán se quedarían sin tiempo para explicar en sus escritos esta, nuestra sociedad, si vivieran en nuestros días. Vivimos rodeados de mejoradores (discúlpenme ustedes el palabro) del mundo, profesionales y amateurs, que pretenden mejorar la sociedad, la política, la economía, incluso algunos guiados por la mejor de las intenciones; pero no parece que ninguno de esos mejoradores haya seguido en abundancia el consejo de Buck.

Somos todos, me incluyo, raudos y sagaces en cuanto se trata de dar nuestra opinión, nuestro consejo, para que tal o cual aspecto de nuestro entorno vital o de la vida de la de los demás, sea más llevadero, más placentero, menos agobiante, pero padecemos una congénita paraplejia ética cuando se trata de hacer un solo movimiento personal en una dirección más práctica, más eficiente, más efectiva.

Soy consciente de que generalizar implica ser injusto; soy igualmente consciente que tenemos entre nosotros personas, gentes que se desviven por hacer algo, aún cuando sea poco, por los demás, y que quizá ellos sean nuestra última esperanza de conseguir una sociedad no más justa sino justa en toda la extensión del adjetivo; pero soy también de la consideración de que, en ese sentido, aquellas personas son también un handicap puesto que mientras existan esos algunos los demás podemos, pueden, elegir el solaz de sus/nuestras propias adormecidas consciencias ya que hay otros que ya se ocupan del "problema".

Es por ello que, engarzando con el consejo de Buck, quizá debiéramos, debiera yo mismo, preguntarnos, si hacemos lo suficiente para cambiar el mundo, si hacemos algo para cambiarnos primero a nosotros mismos; que pequeñas cosas podemos emprender, que actitudes debemos renovar para poder decir que realmente hacemos algo más que perorar para que nuestro mundo cambie.

En palabras de quien fuera el 35º presidente de Estados Unidos, cuyos conceptos etimológicos pueden ser variados pero de las que retengo su idea-fuerza: "No preguntes que puede hacer tu país por ti, pregúntate que puedes hacer tú por tu país". Y si nosotros, los que podemos, no hacemos algo más que acudir a la charla de café, a la tertulia, al afán de dedicarnos los unos a los otros palabras vacías, discursos fáciles y frases rimbombantes, no seremos mejores que aquellos a los que criticamos.

*Abogado