De entre todos los métodos ruines perpetrados con la finalidad de desprestigiar el trabajo, las ideas o las acciones de una persona, sobresale por su mezquindad el de la falacia ad hominem (pariente cercana de la difamación o, como la denominaba Jacinto Benavente: "la venganza de los cobardes"). Consiste ese tipo de falacia en combatir los argumentos u opiniones de una persona, no rebatiéndolos con otros distintos, sino tratando desprestigiar a su autor mediante el ataque personal. En mi opinión, se trata de una estrategia que, sobre todo, retrata a quienes la utilizan. Porque suele obedecer a la carencia de argumentos para oponerse a lo que no gusta; y, además, a menudo está envenenada por ocultas motivaciones espurias.

Ése y no otro espectáculo están dando quienes, sin razonar ni fundamentar mínimamente su postura, estos días atacan de forma personal al juez instructor del caso Nóos, por el simple motivo de haber imputado a la infanta Cristina en dicha causa judicial. No me refiero a quienes tienen opiniones diferentes exclusivamente jurídicas (muy respetables) en contra de dicha medida y así las han expuesto (e incluso habían aventurado la posibilidad de interponer legítimamente los recursos previstos en la ley de enjuiciamiento criminal). Hablo de los que (por ignorancia o por mala fe) llevan sus críticas a un terreno privado que nada tiene que ver con lo estrictamente legal o judicial. He llegado a leer en algún periódico nacional que el juez busca "notoriedad" (dudo que a estas alturas eso le cause más que molestias), que está "obsesionado" con la Infanta (¡ay, otra vez el manido recurso demagógico a la "obsesión"!), e incluso críticas a su vestuario (?).

A su vez, entre estos últimos (es decir, quienes no argumentan, sino que atacan de forma personal), puede distinguirse básicamente tres subgrupos diferenciados (aunque, a veces, muy interconectados entre sí).

En primer lugar, los simples pelotas de toda la vida. Esos que lo mismo botan y rebotan alrededor de un monarca coronado, que le harían la ola o le cepillarían solícitos el traje a un presidente republicano si con ello sacaran la misma ventaja personal de la situación. De tales sujetos nada merece la pena decir: siempre han existido y seguirán existiendo, poniéndose en evidencia con su repulsivo proceder.

En un segundo grupo tenemos a los escandalizados por lo que ellos consideran "falta de pruebas para acusar a la Infanta". Pues bien, estos últimos demuestran sencillamente una supina ignorancia: porque resulta que la Infanta no ha sido "acusada" de nada. De hecho, ni siquiera se ha dictado auto de "procesamiento" contra ella. Simplemente (en un estadio procedimental muy previo a los referidos) ha sido "imputada"; que lo que significa es que, habiendo indicios (para quien debe haberlos: es decir, para el juez) de que pudiera tener relación con la comisión de un delito (ya sea en grado de autoría, complicidad o encubrimiento), y sin que ello afecte a su derecho a la presunción de inocencia, se le cita a declarar con la garantía de poder ser asistida de un abogado.

Y por último tenemos a quienes, erigiéndose en paladines de las más rancias esencias de la tradición, creen que con la imputación se está poniendo en peligro a la monarquía como forma de jefatura de Estado en España. Pues bien los que creen sinceramente en lo anterior difícilmente podrían estar más equivocados. Porque la única contribución que desde la Administración de justicia podría realizarse hoy día al sostenimiento de la monarquía es, precisamente, no hacer excepciones entre royals y ciudadanos plebeyos de a pie. De hecho, de actuar en la dirección opuesta, flaco favor se estaría haciendo a una institución últimamente ya demasiado debilitada ante la opinión pública a causa de tristes y poco deseables acontecimientos recientes. Y ello sin contar con que, a mayor abundamiento, el mantenimiento o conservación de la monarquía como forma de Estado es una cuestión completamente ajena a la Justicia, que debe limitarse „en beneficio de todos„ a aplicar la ley con ecuanimidad.

Pero hay algo más que (si no perdemos la perspectiva y somos capaces de ver a largo plazo) debería preocuparnos especialmente de todo lo anterior. Y es que atacar de forma personal (insisto: no me refiero a oponerse a sus decisiones mediante recursos, sino a vituperarle) a un juez que cumple con su obligación sin hacer distinciones entre los justiciables sea cual sea el estrato social al que éstos pertenezcan, es muy peligroso para nuestro futuro como sociedad: concretamente, para nuestra seguridad como ciudadanos. Tanto si se hostiga al juez Castro por su decisión de imputar a la Infanta (en el Caso Noos), como si se acosa a la juez Alaya por atreverse a investigar e imputar a miembros del Gobierno andaluz o del poderoso sindicato UGT (en el caso de los ERE fraudulentos), o se ataca a titulares de juzgados que hace poco han sido capaces de pararle los pies a algunos (hasta ahora casi omnipotentes) bancos en ejecuciones hipotecarias abusivas.

Atacarles de ese modo supone poco menos que agredir a uno de los pocos bastiones del Estado de Derecho no politizados (al menos, a ese nivel), y que además (de entre los tres poderes que Montesquieu defendió mantener separados) es el único que puede proporcionarnos alguna garantía de igualdad y justicia frente a los otros dos „Gobierno y Parlamento„, no sólo poco independientes entre sí, sino bastante desprestigiados (por méritos propios) en los últimos tiempos. Y es que quienes ahora atacan de forma personal a ciertos jueces porque "no les gustan" sus decisiones, puede que algún día necesiten a un juez imparcial y decidido que les proteja. Pero a este paso (debe ser difícil trabajar de forma honesta e independiente con esa presión encima), a lo mejor para entonces ya no nos quedan.