Leía el pasado lunes en Diario de Mallorca un artículo de José Manuel Barquero, ´Viaje a la Edad Media´, que ha avivado mi memoria y quiero contar, lo que aquellos niños casi tibetanos que menciona, Dorjee, Shing, Jasmine me enseñaron, sentados en mis rodillas, en aquella noche mágica de Phu en que, a casi 5.000 metros de altura, con el tibio calor que provocaban las boñigas de los yaks de su padre, ante un fuego que nos protegía de los menos 15º grados del exterior, que incrementaba el viento salvaje que bajaba del Machapucharae y del arco de los Annapurnas.

Mientras mi mano dibujaba bichos y objetos en aquel diminuto trozo de papel de arroz que fue nuestro singular campo de diálogo, Dorjee y sus hermanos me hicieron entender que ellos sabían que aquellos dibujos que ejecutaba mi mano eran reflejos de otra realidad, -tigre-conejo-rino-mariposa-yack-, eran palabras, signos formados por letras que tan bien conocían. Y aún más, me revelaron en silencio, sin palabras que yo no hubiera podido entender, que sabían que las uniones de aquellas palabras -caballo-hambre-lluvia-hierba-sol-nube-cielo-libertad- formaban las ideas, un eco desconocido de las cabezas de los hombres. Y que aquellas ideas se podían significar en otras palabras de otro idioma que nunca habían conocido y que ahora aprendían, repitiéndolas con rapidez.

Shing y sus hermanos me explicaron con la silente mirada de sus ojos, que las palabras que repetían en los dos idiomas que usaban, uno antiguo, otro su reciente descubrimiento, -elefante-mariposa-conejo-hombre-dignidad-, eran las herramientas con las que iban a construir su futuro. Y que las ideas que formaban los conjuntos de palabras que estaban aprendiendo -gusano-buitre-árbol-caza-futuro- eran los cimientos de su propio camino vital, el de su desalienación, el de la afirmación de su condición humana.

El inquieto Dorjee y sus hermanos brincando sobre mis cansadas rodillas, me contaron que ellos sabían que otros niños se habían sentado antes en ellas y me pidieron que les dijera a esos niños que no conocían, a Leo, a Tomy, a Julia, a Tiá€, que ellos algún día, en su lucha contra el hambre y el frío, bajarían por el increíble barranco por donde discurren las aguas salvajes del Phu Kola a los ricos valles tropicales del sur, del Ganjes, del Sun Kosi Kola, del Tamur, en donde se producen dos y tres cosechas anuales -hambre-arroz-calor-trabajo-sudor-solidaridad- y que allí les darían alimento y trabajo con contratos de 365 días laborables, sin derecho a estar enfermos, en jornadas de más de 14 horas, que ellos ignoraban si podrían cambiar. Y en aquella noche cósmica me revelaron sin palabras que ellos también se casarían y tendrían otros niños que seguirían utilizando las palabras -cabra-vaca-leche-explotación-dolor-indignidad-, que ellos no conocían que el infierno sartriano eran los otros, que lo era el hambre, el frío y la desesperanza. Y que tampoco sabían si las palabras que empleaban eran la puerta del espejo que permitía acceder al otro mundo surrealista de Cousteau.

Por ello, cuando después de cenar abandonamos su fuego y volvimos a nuestras tiendas, en aquella noche en que un viento bronco rompía las crestas de los Annapurnas, del Machapucharae y del Manaslú y sembraba en el cielo la vía láctea de un polvo blanco como plata que nos guiaba, yo apenas tenía apenas frío, porque las palabras de Jasmine, de Dorjee y de Shing, me habían enseñado que no estaba solo, porque también empleaba palabras con las que me comunicaba como ellos, y que esas palabras formaban mis ideas -dictadura -explotación-concordia -diálogo-tanques-tejero-vergüenza-indignidad, y que en mi gran viaje interior que se emparejaba al que estaba realizando, yo estaba unido para siempre con ellos, porque entre todos estábamos empedrando, con las palabras, el largo camino de la lucha por la dignidad de la condición humana.