Hay cosas que claman al cielo, como lo que ocurre en Venezuela tras catorce años de ese engendro que llaman Socialismo Bolivariano del Siglo XXI que ha logrado convertir a un país rico en en lugar con la inflación más elevada de América Latina (casi 50%), con una de las tasas de criminalidad más altas del mundo y con desabastecimientos generalizados de productos básicos. Y eso en un país que ingresa anualmente 90.000 millones de dólares por ventas de hidrocarburos. Hay quién dirá que es la maldición del petróleo cuando la culpa la tiene la política de Chaves y Maduro de controlar y regular todos los aspectos de la vida diaria, de comprar lealtades a base de subvencionar productos básicos alterando los precios y de fijar cambios paralelos de la moneda. Se llega al colmo de la insensatez cuando para financiar las políticas sociales que están en la base de su poder político se descapitaliza a PEDEVESA, la compañía estatal de petróleos que es la gallina de los huevos de oro de esta historia, una compañía a la que primero se privó de gestores competentes y luego de las inversiones que precisa su mantenimiento con el resultado de que cada año produce menos petróleo y encima una parte se da a Cuba a cambio de maestros, médicos y agentes de inteligencia. Este experimento no puede durar mucho más y por eso Maduro, que lo sabe, que no tiene el carisma de Chávez y que enfrenta elecciones municipales el 14 de diciembre, se ha embarcado en una deriva cada vez más autoritaria en la que ya no le basta controlar al Ejecutivo y atosigar al Legislativo y al Judicial, sino que persigue a los medios de comunicación independientes, exige que le den poderes extraordinarios para gobernar por decreto (Ley Habilitante) y encarga al Ejército que vigile para que en los supermercados no falte el papel higiénico. Su última ocurrencia ha sido crear el Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo Venezolano. Los venezolanos no se merecen esta mamarrachada... aunque la hayan votado.

Venezuela no es el único país en desaprovechar la riqueza que le da un subsuelo que ya querríamos otros. Libia, con una población de seis millones de habitantes, algo mayor que la de Noruega, está en las antípodas de Oslo en la forma de manejar el dinero que le dan sus hidrocarburos. En Noruega se ha creado una fundación que invierte juiciosamente y en beneficio de todos los ciudadanos las rentas de un producto que se sabe que no durará eternamente. Algo parecido se hace en Kuwait, si exceptuamos lo que se queda el Emir. En cambio Libia, dejada por Gaddafi sin instituciones estatales, se desangra lentamente camino de convertirse en un estado potencialmente rico pero fallido, dominado por bandas locales que han llegado a secuestrar a su primer ministro, donde no hay fronteras, las armas están en manos de terroristas y de contrabandistas y los traficantes de seres humanos cargan impunemente esos buques de la muerte que naufragan frente a Lampedusa. Arabia Saudí ha fundado una monarquía medieval sobre un océano de petróleo que le sirve tanto para comprar la paz interna como para exportar su visión ultraconservadora del Islam wahhabita y hacer avanzar la causa sunnita en lugares como Siria o Iraq mientras impide que las mujeres conduzcan o monten en bicicleta. Y en Irán el desarrollo occidentalizante que el Sha puso en marcha con los réditos del petróleo nacionalizado por Mossadegh provocó una reacción de los sectores más conservadores que llevaron a Jomeini al poder para instaurar un régimen teocrático en pleno siglo XX. Podría citar otros ejemplos en Angola, Guinea Ecuatorial, Nigeria o Bolivia. El descubrimiento de una enorme bolsa de petróleo en Mozambique ya está creando problemas en el país. Sin petróleo todo sería muy diferente.

Los combustibles sólidos seguirán proporcionando el 80% del consumo de energía por lo menos hasta el año 2040, aunque las noticias no son buenas porque gracias a China y a la India se quemará aún más carbón y como consecuencia las emisiones de CO2 aumentarán en un 46% en los próximos 30 años con impacto directo sobre el medio ambiente, algo que se podría evitar con más energía nuclear, impensable tras Fukushima, o con fuentes renovables como el sol, el viento, las mareas o la biomasa. El inconveniente es su precio más elevado que se encarece relativamente aún más por la aparición del shale-gas en los Estados Unidos que ha aumentado la producción de gas un 25% en los últimos cinco años, ha bajado su precio (y con él la factura de electricidad y los costes empresariales), ha creado ya 600.000 puestos de trabajo y espera incrementar la producción de petróleo un asombroso 30% en los próximos dos años. Es una auténtica revolución de gran impacto económico pero también político pues hace a los EE UU prácticamente autosuficientes en energía y reduce su dependencia del exterior con posibles repercusiones sobre la geopolítica de Oriente Medio que es una región que perderá interés para Washington. Europa, más densamente poblada y más sensible a los daños medioambientales de estas técnicas, es más remisa al fracking y por eso seguirá dependiendo de las importaciones como también pasa en España, donde los temblores de tierra producidos por las inyecciones de gas en el pozo marino de Castor, frente a Castellón, no animan a jugar con la naturaleza sin antes conocer bien las consecuencias.