El CIS realizó en el año 2001 una encuesta en Cataluña que preguntaba explícitamente a los individuos de la muestra si eran favorables o no a la independencia de Cataluña; los resultados fueron: un 35,9% de los encuestados estaba a favor, un 48,1% en contra, el 13,3% estaba indeciso, y un 2,8% no contestó a la pregunta. El Centro de Estudios de Opinión (CEO) de la Generalitat empezó a plantear la respuesta ante un hipotético referéndum independentista en la segunda oleada de 2011, y los resultados fueron el 42,9% a favor de la independencia, el 28,2% en contra, el 23,3% se inclinaba por la abstención. La tercera oleada de 2012, última realizada, arroja los siguientes porcentajes, en el mismo orden: 57,0%, 29,5% y 14,3%.

Esta misma semana, se publicaba un sondeo privado del Observatorio MyWord para una cadena estatal de radio, y el 52% se pronunciaba a favor de la independencia, el 24,% en contra y el 7,7% optaba por la abstención; los porcentajes varían poco si se toma la hipótesis de que España concediera a Cataluña una reforma del sistema de financiación que se asemejara al concierto vasco. Con la particularidad de que esta encuesta reflejaba un cambio brutal en la correlación de fuerzas: ERC ganaría unas elecciones en este momento con el 22,1% de los votos; CiU quedaría en segundo lugar, con el 20,7%; Ciutadans, en tercer lugar, sería el primer partido opuesto a la independencia con el 12,6%; ICV-EUiA quedaría en cuarto lugar con el 12,1%; el PSC quedaría en un penoso quinto lugar con el 10,5%; y el PP quedaría sumido en la irrelevancia con apenas el 7%.

En definitiva, en una década decisiva, los catalanes han pasado de preferir el statu quo autonómico, que les deparó una larguísima etapa de desarrollo y prosperidad, a decantarse con una mayoría clara a favor de la independencia. Algo tiene que haber sucedido en relación entre la comunidad catalana y el Estado para que se haya producido en tan corto período de tiempo una mudanza tan brusca.

El recuento de los errores, que fueron acumulativos, es simple: el endurecimiento de Aznar en su segunda legislatura dio alas a ERC, que obtuvo en 2003 un resultado inusitadamente alto „quedó en tercer lugar, tras el PSC y CiU, con el 16,6% de los votos y 23 escaños„; el socialista Maragall formó el tripartito con ERC, lo que terminó de darle plena respetabilidad; más tarde, se aprobó en el Parlamento español un texto estatutario difícilmente asumible con la Constitución en la mano; el nuevo Estatuto fue aprobado en referéndum y recurrido por el PP ante un desacreditado Tribunal Constitucional, que derogó 14 artículos y reinterpretó bastantes más en 2010. La irritación catalana por este desaire fue sabiamente capitalizada por ERC, el viejo partido independentista con tintes antisistema y anticuado ideario que resurgió lánguidamente con la Transición pero que no levantó realmente cabeza hasta 2003, y que hoy, según las mencionadas encuestas, lideraría el parlamento de Cataluña.

Las cifras estremecen, con independencia de la vistosidad de las expansiones nacionalistas en Cataluña. Y quien tiene evidentemente la llave de la serenidad y la cordura sigue siendo actualmente CiU, cuarteada internamente. Con esta formación deben negociar cuanto antes los grandes partidos estatales si todavía creen que esta ruptura tiene arreglo.