No era un monstruo y no estaba loco. El funcionario nazi, que había llevado el imperativo categórico kantiano demasiado lejos y que lo cumplió hasta sus últimas y escabrosas consecuencias, no era un sujeto que se hallara fuera de lo normal. Hannah Arendt lo llamó banalidad del mal. No había malignidad ni ningún motivo especialmente malvado en este funcionario que nunca se arrepintió ni sintió remordimiento alguno. Según su confesión en el juicio, sí que habría sentido remordimientos si no hubiera obedecido las órdenes impuestas desde arriba. Era, como ven, un sujeto ejemplar. Ejemplar, sin duda, para el poder. Pura y dura obediencia. No era ni un nihilista ni un dogmático, sino un simple y vulgar funcionario que había asumido y bebido hasta la última gota del imperativo categórico kantiano. Si el de Königsberg levantara la cabeza. Nada peor que ser absolutamente fiel a los principios. Arendt, ahora llevada al cine, se sorprendió al no detectar ningún síntoma de anormalidad, ningún rasgo de locura. Lo que le llamó la atención fue, precisamente, la gris normalidad del sujeto en cuestión. El ciudadano normal que no se para a pensar sus actos, que sólo se limita a seguir la costumbre y a cumplir de forma minuciosa con un deber que, a la postre, resulta objetivamente monstruoso. El acto es monstruoso, pero no el ejecutor.

Con Arendt aprendimos a distinguir y a no restar responsabilidad de los actos de cada cual, tildándolos simplemente de brutales o monstruosos. Un ciudadano normal o, peor aún, normalizado según las repugnantes costumbres, que sólo se hubiera sentido mal o en falta si hubiera desobedecido las órdenes de las altas instancias nazis. Para el nazismo, sin duda, se trata de un ciudadano 10, de un funcionario intachable, de una capacidad de obediencia a prueba de bomba. Un ser acrítico y plano, chato y, por tanto, sumamente peligroso. Una herramienta bien engrasada. Aunque, bien mirado, el tal Eichmann podría haber sido un cínico de mucho cuidado, ya que parece imposible que no le afectase lo más mínimo lo que estaba llevando a cabo: llevar al matadero a miles y miles de seres humanos. En este sentido, tal vez el mal no sea practicado por alguien tan banal o romo, sino por un sujeto despojado de empatía. Nos da grima pensar en alguien tan obediente, tan celoso de su trabajo. Una tarea que nada tiene que ver con descargar fruta, sino en algo mucho más repulsivo. Sin embargo, el funcionario ejemplar afirma que no, que se trataba de un trabajo como cualquier otro y, por tanto, su deber de ciudadano consistía en cumplir a la perfección con la tarea encomendada. Este descubrimiento, lo que Arendt denominó la banalidad del mal, nos impresiona mucho más que las declaraciones de un trastornado según dictamen del psiquiatra. Ahí lo tenemos fácil: afirmamos que está loco y ya está. Sin embargo, Eichmann, tras un detallado y profundo examen psiquiátrico, resultó ser un tipo de lo más común, tan común que se confundía con el murmullo de la masa y con la costumbre. A Arendt, por este descubrimiento, le llovieron chuzos de punta. Eichmann, según los críticos de Arendt, debía responder al perfil del monstruo, de la bestia más despiadada, con los ojos, si puede ser, fuera de las órbitas, echando espuma por la boca y con los globos oculares inyectados en sangre. En fin, la personificación del Mal, todo un Lucifer. Lo que no le consintieron a la filósofa judía fue que no apaleara con argumentos a la bestia de Eichmann, que no dijera de él que era lo que todos esperaban que dijera: que era un auténtico monstruo. Ella se limitó a decir, nada más y nada menos, que era un ser humano normal y que, además, cumplía con su deber. Un ser, eso sí, carente, de pensamiento y, en consecuencia, de espíritu crítico. Un sujeto espantosamente obediente. Corriente y aburrido hasta el bostezo. Un funcionario que cumplió con su cometido y, según los esquemas del poder nazi, un empleado sin mácula.

Cuidado, pues, con los ciudadanos que estarían dispuestos a obedecer siempre a su jefe con tal de cumplir con su deber, un deber que Eichmann trasladó a Kant y su imperativo categórico. De alguna manera, le hizo responsable de sus actos o, por lo menos, colaborador suyo. Pobre Kant.