No hay día que pase que no tengamos en nuestra prensa una noticia judicial, noticias que automáticamente generan un sin número de opiniones a favor y en contra. De una forma u otra se pone en duda el funcionamiento del sistema judicial en nuestro país; según sople el viento ideológico se alaba o se critica la resolución de turno, y de forma casi inmediata se presume, se comenta, se dice que la legislación existente, eso es el sistema judicial, está anticuado, que necesita una reforma, que las normas no se corresponden con la realidad actual; en definitiva que el sistema es imperfecto o aún que es inválido.

La necesidad que en cualquier sociedad exista un sistema de normas no creo que se ponga en tela de juicio por persona alguna, hasta los niños lo primero que hacen es establecer las reglas elementales de y para sus juegos, reglas que si no se siguen terminan por romper y hacer imposible ese mismo juego. Qué duda cabe que, sin duda, cualquier sistema es mejorable, y aún a pesar de ello en mi opinión nuestro sistema de normas funciona razonablemente bien aún cuando se dan excepciones, algunas de ellas de grosero contenido.

Pero como cualquier maquinaria, este nuestro sistema normativo tiene necesidad de acudir a la intervención humana para su existencia pues no nace por generación espontanea; intervención que se produce en mayor medida y geográficamente, al principio y al final del tránsito de ese sistema.

En su inicio, en la formación de las normas, dimanantes estas del denominado poder legislativo, es decir nuestro políticos. No me negarán ustedes que esa primera intervención humana en el sistema no tiene un carácter capital, aún cuando solo sea por las toneladas de papel y tinta que, en cada nueva iniciativa legislativa, se vuelcan sobre el ciudadano. Las leyes, aún en estado embrionario, son inspeccionadas, evaluadas y criticadas, a favor o en contra, mucho antes de llegar a tener vigencia. Finalmente son decisiones humanas las que las manufacturan, las que las empaquetan y las que las ponen en funcionamiento. El articulista estadounidense John Godfrey Saxe, aún cuando se atribuye la cita a Bismarck, escribió, a propósito de esa manufactura legislativa, en el Daily Cleveland Herald, en 1869, que "las leyes, como las salchichas, dejan de inspirar respeto en proporción a cuánto sabemos de cómo están hechas". Fin de la cita, que diría alguien.

De esa primera intervención humana en el mundo de las normas se desprenden no pocos, sino todos, de los problemas y los desasosiegos que su puesta en práctica provocan en la ciudadanía posteriormente, porque, al contrario de lo que el señor Saxe pensara, las leyes no están pensadas por sus manufactureros para inspirar respeto sino para ser impuestas; dichos como "el imperio de la ley"; "cúmplase la ley y perezca el mundo" y tantas otros de igual tono, no son más que recordatorios de esa realidad tan impositiva como poco inspiradora. Por lo tanto el respeto por la ley y el impuesto cumplimiento de la misma no son siempre magnitudes iguales, y en ocasiones ni tan siquiera transcurren paralelas.

Y luego está, al final del proceso, la otra notoria intervención humana, que es la de aquellos que deben dar a esas normas el sentido de las mismas en su aplicación, los intérpretes, los Jueces. Y aquí ya tenemos opiniones para todos los gustos. Los propios políticos, recuerdan, los que manufacturan las salchichas, perdón las leyes, son los mismos que deciden quienes van a ir a según qué organismos o que estamentos del poder judicial según sea su variante ideológica, así tenemos Jueces de tendencia progresista, conservadora e incluso mediopensionista. A unos les gusta un tipo de intérpretes de la norma y otros les gusta otro, lo cual es humanamente entendible, pero escasamente tranquilizador en cuanto a al uso final unas leyes que pueden tener consecuencias nada escasas sobre la vida y hacienda del ciudadano.

Creo que era Montesquieu quien decía que para ser buen juez primero hay que ser decente, luego valeroso, pero lo fundamental es tener sentido común, y si sabes derecho mucho mejor. Es significativo que el filósofo galo concediera una secundaria relevancia al conocimiento del derecho, muy por detrás de la decencia, el valor y el sentido común, principalmente en el caso de este último, puesto que solo el sentido común nos acerca a la ponderación, a la ecuanimidad y a la sana crítica.

¡Ay! El sentido común, del cual el escritor Max Jacobs decía que es el instinto de la verdad, siempre tan deseable, siempre tan escaso y no siempre presente en la formación de las leyes y en la toma de las decisiones judiciales.

Es obvio que todo lo humano es falible, y por ello es igualmente obvio que una determinada interpretación normativa, puede depender, y lo hace, de innumerables variantes, todas ellas a su vez dependientes de la percepción y condición humana del intérprete, con todas filias y sus fobias, y en ese punto es cuando adquiere verdadera importancia el poseer esa fundamental cualidad, ese imprescindible requisito, que Montesquieu exigía para ser un buen juez: el sentido común.

Un sentido común que solo puede ser adquirido, no en pronunciadas oposiciones o en memorísticos maratones de aprendizaje literario, sino en una adecuada experiencia de vida; un sentido común que debiera ser elemento imprescindible de actuación en ambos extremos del sistema normativo; un sentido común que no se halla en los libros, pues como bien dice el antiguo dicho universitario Quod natura non dat, Salmantica non praestat. Ese sentido común, cuya ausencia priva, en no pocas ocasiones, a una decisión judicial lógica de ser además una decisión judicial justa.

*Juan José Company Orell, abogado