Una de las pruebas de que la Ley Hipotecaria de 1909, todavía en vigor, no es adecuada ni se compadece bien con los valores de la democracia vigente es el inhumano sistema de avales que ampara. En la actualidad, miles de parejas otoñales de este país han perdido su vivienda por haber avalado las de sus hijos, y ser ahora éstos víctimas de la crisis e incapaces de afrontar hipotecas que contrataron en la época de bonanza.

En un sistema socioeconómico maduro como el nuestro, debe ser inválido cualquier aval que, de ejecutarse, deje al avalista en estado de necesidad. Los progenitores tan sólo deberían poder avalar a sus hijos si su patrimonio les permitiese hacerlo sin quedar en la indigencia en caso de tener que responder por la deuda de sus vástagos.

Con un mayor rigor en los préstamos habría, como es natural, menos negocio para los bancos pero el sistema lanzaría una señal acertada a toda la sociedad: hipotecarse tiene riesgos, por lo que en muchos casos resulta mucho más razonable vivir de alquiler que comprar una vivienda propia. Y eso han pensado la mayoría de ciudadanos de muchos países más modernos que el nuestro.