El secretario cuarto de la Mesa del Congreso, el "popular" Santiago Cervera, en un artículo publicado en su página personal de Internet, explicó hacer unos días que el Congreso entregó un iPad a cada uno de los 350 diputados que fueron elegidos el 20N y se quedó con otros 30 de reserva para reposiciones, de los que ya solo quedan dos, con lo que en menos de un año ha agotado prácticamente sus repuestos. Lo grotesco del caso y las lógicas condiciones de austeridad han llevado a la mesa del Congreso a decidir que, a partir de ahora, los diputados que pierdan sus tabletas o que les sean sustraídas no podrán renovarlas a cuenta de la Cámara.

En otras palabras, los diputados, esos políticos profesionales que han sido democráticamente elegidos para representarnos sin mandato imperativo pero con legitimidad plena para tomar decisiones en nuestro nombre, son unos pícaros, y dado que se podía conseguir otro iPad alegando pérdida o sustracción, 28 de ellos lograron otra tableta para algún amigo, familiar o colaborador. Porque es estadísticamente imposible que casi el diez por ciento de los parlamentarios sufriera tal contrariedad.

No se puede generalizar, y debe quedar claro desde el primer momento que no todos los políticos son iguales, pero hay que reconocer que, a la vista de la magnitud del incidente, la picardía no está aislada en el Congreso de los Diputados. Tampoco puede decirse que la "distracción" de un iPad sea un delito grave, pero no es una nimiedad, y un acto de esta naturaleza retrata irremisiblemente a su autor: el hecho de imaginar a quien nos representa en la sede de la soberanía popular afanando un artilugio tecnológico como un vulgar chorizo produce arcadas al ciudadano cabal, que no pide milagros pero que exige que quien esté en lo público tenga al menos un comportamiento correcto, adecuado a la dignidad de su función.

No hace falta decir que quien no tiene escrúpulos a la hora de conseguir aviesamente y con cargo al erario público un artefacto que cuesta seiscientos o setecientos euros tampoco los tendrá cuando algún desaprensivo trate de comprar su influencia, o cuando vea la oportunidad de sacar tajada de su posición aunque ello reduzca su independencia. En otras palabras, quien comete un exceso como el descrito es indigno de portar el acta de diputado, de formar parte de una institución vital del Estado, de disfrutar de inmunidad por razón del cargo. De forma que, aun admitiendo que dos o tres ipads fueron realmente extraviados o sustraídos, tenemos en el Congreso de los Diputados a unos veinticinco facinerosos. Como mínimo, ya que la secuencia de solicitud seguía puesto que tuvo que ser expeditivamente cortada por el presidente de la Cámara.

El asunto tiene una vertiente jocosa pero no hace ninguna gracia. La desafección que siente hacia la política profesional una parte de la opinión pública no es gratuita ni está falta de fundamento. El proceso político está lleno „como se ve„ de vividores que se dedican a estos menesteres para buscar su oportunidad, dado que les importa una higa el país, sus electores y el destino colectivo. Con toda evidencia, sus señorías no se han dado cuenta del daño que les ha causado este incidente, pero lo comprenderán cuando vean los estragos que esta historia de pícaros, propia del Lazarillo, ha causado a su credibilidad.