"Poderoso caballero es don Dinero" decía nuestro gran Francisco de Quevedo. Y en ningún otro país, y en ninguna otra época, es eso tan cierto como en los actuales Estados Unidos de América.

Cerca de 6.000 millones de dólares se calcula que se han invertido en las presidenciales y las elecciones al Congreso de este año en EEUU. Dinero que procede en su mayor parte de las grandes empresas y poderosos grupos de presión, los famosos "lobbies", que buscan influir así no sólo en el resultado electoral sino en la posterior acción legislativa y de gobierno.

Estamos por desgracia acostumbrados en los países europeos, sobre todo los del Sur, a los escándalos de corrupción política, al clientelismo, a la violación de la confianza que los electores depositamos en quienes nos representan.

Pero, como ha señalado agudamente el analista de origen indio Suketu Metha, en Estados Unidos la corrupción es "tanto más peligrosa por cuanto es legal". Es decir que basta pagar a un político para que redacte las leyes en el sentido que le gustaría a un determinado grupo de presión, como ha ocurrido por ejemplo con la desregulación de la banca, de consecuencias tan nefastas no sólo para los propios estadounidenses sino también para nosotros, los europeos.

Cuando toda una industria paga a un político para que reforme las leyes de protección medioambiental, ello es más peligroso para los ciudadanos que si un político mira para otro lado cuando una empresa concreta viola la legislación en vigor a cambio de recibir un regalo en metálico o en especie.

Abundan en Estados Unidos los casos de políticos que, después de haber influido personalmente en la redacción de unas determinadas leyes que favorecen a un sector de la industria, dejan luego la política y meses más tarde son contratados por aquellos mismos a quienes ayudaron. Otro tanto cabe decir de los "lobbies" que trabajan a favor de un determinado país extranjero. El "sueño americano" con que nos bombardean diariamente también nuestros medios parece consistir a fin de cuentas en que allí todo puede comprarse.

Sólo la acción decidida y constante de esos poderosos grupos de presión tanto sobre la Casa Blanca como sobre el Congreso explican el que, por ejemplo, el presidente Barack Obama haya terminado incumpliendo in toto o al menos en parte muchas de las promesas con las que concurrió a las primeras elecciones y que haya defraudado así a tantos de quienes le votaron ilusionados hace cuatro años.

No debería pues extrañarnos el que alguien como David Graeber, antropólogo, ex profesor de Yale y actualmente del Goldsmiths College, de Londres, e ideólogo del movimiento Occupy Wall Street, confiese su total impotencia y anuncie que no va a votar en estas elecciones porque Estados Unidos no es una "verdadera democracia" y con el sistema electoral en vigor su voto "no sirve de nada, no cambiaría la suerte del país".

Graeber, y muchos otros, se manifiestan defraudados porque Obama entró en la Casa Blanca con una inspiración de izquierda, parecida a la de las socialdemocracias europeas, pero, con su política de nombramientos de colaboradores, muchos de ellos vinculados a la gran banca o a la industria, en unos casos, y por las presiones constantes a las que se ha visto sometido, en otros, ha ido cada vez virando más a la derecha.

Parafraseando al ex presidente Bill Clinton habría que decir una vez más: "Es el sistema, estúpido".