La Universidad Autónoma de Barcelona ha decidido cerrar sus aulas el 2 de noviembre y el 7 y el 21 de diciembre para reducir gastos. De manera oficial, ha declarado que se trata de tomar medidas extraordinarias de ahorro. Tan extraordinarias, es decir, tan alejadas de lo ordinario, que no habrá clase. Pero, ¿para qué queremos universidades que no enseñan, hospitales que no curan, aviones que no vuelan, residencias que no acogen y jueces que no juzgan? En esencia, si de lo que se trata es de tomar medidas tan extraordinarias de ahorro que no se gastan los dineros de los impuestos en lo que se supone que tienen que gastarse, en educación, sanidad, transporte, asistencia o justicia, ¿dónde van? La respuesta está cantada: el Estado del bienestar sin los recortes sangrientos sólo se aplica, hoy por hoy, al bienestar de la Banca. Pero cabe dar una vuelta de tuerca más. Si no tenemos bienestar, ¿para qué queremos Estado?

Tal vez por razones sentimentales. De eso va, en el fondo, la propuesta soberanista de Convergència i Unió, de Artur Mas. Parece obvio que un nuevo Estado en Europa ni sería Estado de verdad ni estaría en Europa, con lo que se logra el éxito absoluto de que todos salgamos perdiendo a mayor beneficio de muy pocos. ¿De quiénes? De los herederos de un Jordi Pujol, que debe estar mordiéndose las uñas de rabia „¿por qué otros y no yo?„ ante lo que se nos acerca. Más allá de ese trampantojo, ¿para qué un Estado que no hace lo que se supone que tiene que hacer? La pregunta es en especial pertinente cuando el partido que se siente más cómodo con las tesis neoliberales tiene mayoría absoluta en las Cortes. Un partido que, en su programa electoral, prometía llevar a cabo una reforma administrativa destinada a eso mismo, a adelgazar el Estado. Pero las medidas extraordinarias de ahorro no llegan en los capítulos más obvios, los que proporcionarían más dinero para rescatar a los bancos. Ni desaparece el Senado, ni se reducen los órganos sobredimensionados, ni se eliminan duplicidades, ni se anulan las instituciones sin competencias, ni se despide a los asesores que, por no hacer, ni siquiera asesoran en esos aspectos sensibles. Sólo con poner en la calle a la señora Fátima Báñez ahorraríamos, amén de su sueldo, el bochorno de oírle decir cosas que hasta los barones de su partido consideran pura bobada.

Cuando las universidades cierran su campus parece llegada la hora de reconocer que el rey está desnudo por más que sus cortesanos le alaben el ropaje. Ya sabíamos que admitiendo un paro monstruoso las crisis desaparecen: nos lo dijo hace mucho von Hayek, el padre espiritual de los ministros que padecemos hoy. De paso, con los empleos desaparecen las familias. Pero el Estado sigue igual de hermoso y orondo que antes, así que tal vez estemos desatendiendo la clave más necesaria, la pregunta más crucial. ¿Para qué queremos políticos que, llegado el momento, no saben hacer con la política otra cosa que guardarla en el fondo del armario?