Vladimir Umanets se paseó durante horas por las salas de la Tate Modern en busca de su víctima. No se trata de un mero vándalo, sino de un miembro de un movimiento denominado Yellowism. Tras permanecer durante unos minutos delante del lienzo de Rothko, ni corto ni perezoso sacó su rotulador negro y estampó su firma en la obra. Y, luego, se fue tranquilamente, como si nada hubiera ocurrido. En estos casos, se aconseja mostrar aplomo. Según él, Marcel Duchamp hubiera aplaudido esta acción. El maestro estaría contento. Y, posiblemente, no anda desencaminado. Muchos lo calificarán de imbécil, otros de valiente. Se habla de agresión al arte, pero también de aportación. Ahí reside la grandeza y miseria del arte: que en muchas ocasiones oscila entre la simple delincuencia y la audacia. O, en fin, la provocación gratuita que busca y encuentra enemigos, como las declaraciones que hizo el compositor Stockhausen a raíz del ataque terrorista al World Trade Center, que consideró como obra de arte total. Irritantes declaraciones, pero que dan mucho que pensar. Ahora bien, esta acción es deudora de un primer gesto que el mismo Duchamp realizó a principios del siglo XX. Ha llovido mucho desde entonces, y el efecto provocador ha acabado diluyéndose. Ojalá todas las agresiones, intervenciones o ataques fuesen de esa índole: artísticas. Morales y sus deseos de imitar a los autores de la masacre de Columbine. Cada cual tiene sus ídolos y maestros, y el de este joven estudiante de arte se llama Duchamp. Menos mal. Podría haberse llemado Breivik. Si la conmoción y los supuestos actos vandálicos no exceden el ámbito del arte, podemos darnos con un canto en los dientes. Algunos tienen como guía espiritual a un asesino en serie. Esta acción, la de Vladimir Umanets, recuerda a aquel Miró rajado o apuñalado por Cela. El escritor no perteneció, que se sepa, a ningún movimiento denominado Yellowism. Sin embargo, la tela en cuestión multiplicó su valor gracias al navajazo que le propinó el Nobel. Vladimir no es Cela, pero se escuda detrás de un movimiento llamado Yellowism, que trata de intervenir en obras de arte consagradas. Más que nada, según él, con la intención de desconcertar al espectador. Además, lo argumenta de forma tajante: "después de Duchamp, no ha sucedido en el arte nada digno de destacarse". Se refiere, claro está, desde el punto de vista innovador. No olvidemos que Duchamp fue un gamberro, aunque luego sus gamberradas tuvieran un sentido: desdramatizar el mundo del arte, incorporándole un sentido del humor del que hasta entonces carecía o, por lo menos, andaba muy escaso. Sin embargo, perpetuar su gesto como si fuese lo más rompedor no deja de ser una triste anacronía, un homenaje nada rompedor a quien sí lo fue. Una ingenuidad. Afirma, además, que gracias a esta intervención, agresión, para otros, la tela de Rothko subirá de valor. Otra ingenuidad, esta vez aderezada con megalomanía. Sí, aunque asegure formar parte de un movimiento que, traducido al español, suena a amarillismo. Según él, su intención era la de cambiar el modo de percibir el arte que tienen, en general, los espectadores. Pero ya hace mucho tiempo que el ojo del espectador está habituado a ser testigo de agresiones que el propio arte se inflige a sí mismo. El arte contra el arte: otra manera de hacer arte, y así sucesivamente. Insisto: todas las agresiones fueran como ésta. Vladimir Umanets ha querido homenajear a su recontratatarabuelo Duchamp, incluso al propio Rothko, autor de la tela, como dirían los expertos, intervenida. Qué alivio si establecemos odiosas comparaciones. Unos planean masacrar universidades, justificando lo injustificable y tratando de héroes a quienes perpetraron la matanza de Columbine.

Otros, calificados de agresores, se dedican a "cambiar la percepción del espectador" firmando obras que no son suyas, haciéndole de paso un guiño a los bigotes que Duchamp trazó bajo la nariz de la Gioconda. En cualquier caso, este tipo de "agresiones", hace ya tiempo que dejaron de ser eficaces y han perdido toda la potencia que antes sí tuvieron. Duchamp fue el padre, quien incorporó el chiste y la broma al arte, tan sacralizado hasta el momento. Aceptemos su genialidad, pero ni un paso más. Muchos dirán que fue una tontería que ha acabado teniendo éxito, pues todavía hay quienes persisten en alargar su sombra. El peligro es que cualquier sujeto, aunque sea estudiante de arte, esté convencido de que estampar su moco o su firma en una tela de Rothko trastoque la historia del arte. Y, además, por lo leído, tenga razón.