Denuncia Judt en su incomparable Algo va mal que ciertas formas de capitalismo han ignorado que el trabajo no es un factor de producción abstracto que pueda encajarse sin matices en las ecuaciones de productividad. Y cita como ejemplo expresivo en EE UU la Ley de Responsabilidad Personal y Oportunidades de Trabajo de 1996, promulgada en tiempos de Clinton y cuyo objetivo era reducir drásticamente los subsidios y las provisiones sociales: se retirarían las prestaciones a quien no hubiera buscado, y en su caso aceptado, un empleo retribuido. Es ocioso decir que, en aquella coyuntura comprometida para el ciudadano, que no podía rechazar la oferta de trabajo, el empleador estaba en condiciones de explotar al infortunado que, o aceptaba la oferta, o era simplemente expulsado del sistema social. Lógicamente, aquella ley redujo el gasto público en subsidios pero también disminuyeron los costes salariales de las empresas.

El parado es, en definitiva, estigmatizado por una forma arcaica de capitalismo que sostiene el desempleo es imposible en un mercado eficiente: si los salarios pueden bajar ilimitadamente y el parado no encuentra otra forma de supervivencia, todo el mundo hallará un puesto de trabajo. Consecuencia de tal perversión ideológica fue la Nueva Ley de Pobres de 1834 en el Reino Unido, que obligaba a indigentes y desempleados a elegir entre un trabajo, con el salario que quisieran darles, y el internamiento humillante en un hospicio. Aquella ley fue inmortalizada por Charles Dickens en Oliver Twist.

La civilización, en los 150 años posteriores, desmontó aquella inhumanidad, y, como explica Judt, "la Nueva Ley de Pobres y sus equivalentes extranjeras fueron sustituidas por la provisión pública de asistencia como un derecho". A los ciudadanos desempleados ya no se les consideraría culpables por el hecho de no tener trabajo; no se les penalizaría por su situación ni se les denigraría implícitamente. En los estados de bienestar de la posguerra, a partir de 1945, el desempleo empezó a ser tratado como una situación de dependencia temporal y fortuita, que requería atención social.

Pero llegó el neoliberalismo rampante con su pensamiento único y Thatcher, Reagan y el propio Clinton regresaron a la vieja escuela: "sería un disparate hacer universales los beneficios del bienestar para todos los que lo necesitan; si los trabajadores no están desesperados, ¿por qué van a trabajar?". Algo semejante había escrito Bernard Mandeville en La fábula de las abejas en 1732: los trabajadores "no tienen nada que les induzca ser útiles más que sus necesidades, que es prudente mitigar, pero absurdo eliminar". Tony Blair –comenta Judt– no podría haberlo dicho mejor".

En nuestro país, al hilo de la reforma laboral del PP, miembros de la patronal CEOE han humillado a los parados con argumentos parecidos a los decimonónicos de Dickens. El presidente de la CEOE, Juan Rosell, criticaba en marzo de 2012 que, con las estadísticas en la mano, los desempleados encuentran trabajo "milagrosamente" cuando falta un mes o dos para agotar su prestación. Unos pocos días antes, el presidente de la Comisión de Economía de la CEOE, José Luis Feito, planteó que los que reciben el subsidio del paro dejen de hacerlo en el momento en que rechacen una primera oferta de empleo. A su juicio, están obligados a aceptar trabajos, "aunque sea en Laponia". Esta sociedad no puede regresar al siglo XIX, aunque a veces parezca que ciertos sectores sociales lo desearían vehementemente.