¿Para qué sirve un ministro –o ministra, tanto da– de Asuntos Exteriores? Permítaseme librarme por una vez de la tentación del sarcasmo diciendo que para lo mismo que cualquier otro titular de una cartera: para nada en absoluto. Imaginemos que en realidad cada ministerio tiene sus funciones, cubriendo con un velo de ignorancia que bastantes de ellos andan vacíos, que la España de las comunidades autónomas ha centrifugado las competencias hasta dejar bajo mínimos, cerca del cero absoluto, lo que era antes la gestión ministerial. Dejemos de lado que el tan ponderado talante de quien preside hoy el gobierno le conduce a que lleve de su propia mano la política, con mayúsculas, del Estado, cosa que deja a los ministros –salvo Rubalcaba, tal vez— en una situación que casa muy bien con el concepto del florero, del recipiente incapaz de hacer otra cosa que lucir su vacío enorme hasta que alguien lo remedia poniendo algo dentro. Vayamos a esas situaciones, raras pero a veces presentes, en las que sucede algo que pone al ministro, o a la ministra, en la tesitura de tener que ejercer.

En ésas estamos.

La ministra apenas estrenada de Asuntos Exteriores ha tenido que tropezarse nada más ocupar el cargo con una de las crisis de mayor importancia de la diplomacia española desde hace décadas: la entrada del ejército de Marruecos en El Aaiún. Ante unas informaciones inquietantes y escasas, ante unas sospechas tremendas, ha vuelto de golpe la sensación de culpa colectiva que tenemos los españoles no sólo por haber sido potencia colonizadora del Sahara Occidental sino merced al abandono con el que condenamos a los saharauis a vivir su propio destino un día de 1975 en el que el dictador Franco, ya en las últimas, lo tuvo a bien. Una vez más, y van muchas, los manifestantes salieron a las calles, los lectores enviaron cartas a los directores de los periódicos, los columnistas pusieron el dedo en la llaga dolorosa y, como suele decirse, a la ministra le cayó el marrón. ¿Por qué? Porque en ese encaje de bolillos que es la tarea diplomática se le ha asignado el papel del utilitarismo a ultranza: el de argumentar que las relaciones de buena vecindad con Marruecos aconsejan hacer vista gorda respecto de lo que está sucediendo en El Aaiún. Que tampoco sabemos en detalle qué es –dada la censura impuesta por Rabat–e igual andamos equivocados.

Pero es lo de menos, íbamos con que al Estado de las autonomías le queda al menos una competencia minúscula: la de la representación institucional. Como los presidentes que no son dueños del club, pero gozan del cargo, los ministros podían vestirse de gala para ir a la recepción oficial. El marrón del Sahara pone de manifiesto que el disfraz ya no sirve. Diciendo lo que le han hecho decir, la ministra ha demostrado que ese rey en concreto está desnudo, que la oportunidad de defender la causa de los perdedores se ha desvanecido y que el florero, ¡ay!, como las propias flores, es ya pura desolación.