La inmigración masiva es un fenómeno complejo, de trascendencia relativamente reciente, que resulta inevitablemente conflictivo en nuestros países del ámbito europeo. La globalización, que ha reducido distancias físicas y ha facilitado la movilidad de los seres humanos, pasa irreversiblemente por la generación de flujos migratorios estrechamente relacionados con factores socioeconómicos y sujetos por tanto a las conocidas leyes de la economía, la de la oferta y la demanda en primer lugar.

La recesión económica ha afectado como es natural a este fenómeno y ha incrementado su conflictividad: ya no sólo estamos ante un problema de integración y de convivencia entre culturas distintas sino también ante una creciente competencia en pos de un trabajo cada vez más escaso. En épocas de bonanza, el inmigrante de la opulenta Europa ocupaba roles laborales desechados por la población autóctona; hoy día, el paro afecta a todos. Y de los cuatro millones de desempleados actuales, 1,1 millones son extranjeros inmigrantes.

La gestión de la inmigración se ha realizado con frivolidad en los últimos quince años, en los que se ha pasado de una población inmigrante de 550.000 personas en 1995 (el 1,40% de la población total) a 5.700.000 actualmente (el 12,2%). En ese tiempo, no ha habido una verdadera política inmigratoria, ni se ha sabido controlar el fenómeno, que nos ha desbordado absolutamente. En cualquier caso, la magnífica coyuntura hizo que nos despreocupáramos del asunto, que se llenaría de aristas si, como lamentablemente ha ocurrido, llegaban los tiempos de las bíblicas vacas flacas.

Pese a todo, no puede decirse que exista hoy en España un serio conflicto por esta razón. Con excepciones llamativas pero no relevantes, la mayoría de los extranjeros se ha aclimatado a este país y está en vías de franca integración. Y en cualquier caso, si se les aceptó cuando aportaban riqueza y bienestar, no es moralmente admisible forzar ahora su expulsión abrupta porque hayan cambiado las circunstancias. Con argumentos de ética democrática, resultaría inaceptable plantear siquiera la repatriación de inmigrantes que ya han trabajado aquí lo suficiente para haber arraigado en nuestra sociedad.

Por todo ello –porque la inmigración no es un problema grave y porque la integración de los inmigrantes va por buen camino–, es preocupante que el asunto irrumpa en la campaña electoral catalana con tintes inequívocamente demagógicos, y en un tono que, aunque aparentemente comedido, es lo bastante rudo para colmar ciertos instintos xenófobos, minoritarios sin duda, que se entrevén en determinados sectores. Porque, además, resulta tan peligroso como injusto insinuar que existe un correlato entre inmigración y delincuencia, cuando todo el mundo sabe que la correspondencia sólo existe entre delincuencia y desintegración social. El remedio no estriba, pues, en expulsar a extranjeros sino en integrar a los desintegrados.

Debe, en fin, el PP catalán medir bien sus gestos y declaraciones en este ámbito, ya que todos –también el PP– corremos el riesgo de que si se despierta el monstruo, termine mordisqueando a los partidos democráticos y engendrando una extrema derecha que, por fortuna, aún no ha nacido en nuestro país. De lo que debemos congratularnos, al tiempo que trabajamos para que no asome el engendro aterrador del fascismo.