El próximo sábado comenzará la visita del actual pontífice romano a España para relevantes celebraciones en Barcelona y Santiago de Compostela. El ambiente ha comenzado a caldearse por las críticas que determinadas asociaciones católicas, y de forma algo más difuminada, cristianas, han emitido desde ya contra la presencia del sucesor de Pedro en la sede romana. Para nada les parece oportuna la figura de un Papa que viaja, como cualquier jefe de estado al uso, con un séquito imperial, y mucho menos que el coste del viaje en cuestión alcance la cifra de cinco millones de euros, cantidad suficiente para paliar el hambre de tantos hombres y mujeres en situaciones difíciles y límites en la actualidad.

Por otra parte, dentro de pocos meses, el mismo Benedicto XVI volverá a presentase en España con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud, punto de referencia de la Nueva Evangelización eclesial, lanzada por el ya difunto Juan Pablo II al comienzo de su pontificado. Es decir, que en poquísimo tiempo, el habitante por antonomasia del Vaticano redundará su presencia apostólica en esta vieja nación católica y que presiente en graves dificultades religiosas de ahora en adelante. Como el resto de las demás naciones de la vieja Europa, esa realidad tan querida por el viajero Benedicto. Y que pierde protagonismo a marchas forzadas en todos los ámbitos de su ser, especialmente el de los valores de cuño cristiano/católico. El agnosticismo, ateísmo y secularismo avanzan, pero, piensa el excelente teólogo que es Josep Ratzinger, los mismos europeos apenas entienden las consecuencias de tal situación: perdieron hace tiempo las señas de su propia identidad. Él, por su parte, hará lo posible para recuperarlas. Lo posible y lo imposible.

En esta partida de ajedrez entre la inmanencia y la trascendencia, que esto es lo que anda en juego, queramos o no, España representa un ámbito de relevante importancia. Hasta hace quince años, nuestro país era una realidad religiosa fuerte y compacta, solamente equiparable a Italia e Irlanda, pero al cabo estas características han entrado en crisis aparentemente insuperables, y el número de quienes proceden completamente distanciados de la Iglesia en cuanto tal y, en todo caso, reunidos en comunidades de base o de tipología parecida, aumenta de forma clamorosa.

Hasta el punto de haberse creado dos realidad eclesiales muy diferenciales: la que reúnen a los jesusistas y críticos con el eclesialismo oficial (quienes reclaman retorno a los orígenes evangélicos), y esa otra que, liderada por los grandes movimientos eclesiales contemporáneos de naturaleza más integrista, pero no solamente ellos, ostentan la defensa de la Iglesia Oficial, sin mezcla de crítica alguna de las evidentes fracturas eclesiales en materia teológica y pastoral (quienes reclaman un nuevo verticalismo de naturaleza obediencial). Al margen de ambos grupos, claro está, un nutrido ejercito de católicos de a pie que contemplan esta confrontación con escándalo en aumento y se limita a buscar lugares de culto en que la liturgia y su correlativa proclamación de la palabra de Dios resulte seria y les ayude a progresar en su fe y en sus convicciones. Está claro que este tercer grupo, mucho más difuminado pero el más numeroso, permanece al margen de encuestas y diatribas ambientales para limitarse a cumplir sus obligaciones eclesiales sin mayores complicaciones. Pero mientras tanto, los ateos, agnósticos y secularizados aumentan por doquier.

Desde esta perspectiva, lo que realmente nos interesa de la visita del cardenal Ratzinger y Papa Benedicto XVI es lo que diga en este concreto ambiente arriba analizado, si bien someramente. Nos interesa en qué onda conceptual se mueven sus apreciaciones teológico/pastorales. Nos interesa de qué manera enfrenta el problemazo de los huidos del cuerpo eclesial por mor de un tipo de sociedad imposible ya de evitar. Nos interesa también cómo desea que procedamos en la tan manida Nueva Evangelización, después de que haya creado un nuevo departamento vaticano para relanzar el dialogo y la pastoral con los ateos, agnósticos y secularizados en los países de viejas cristiandades como el nuestro. Y sobre todo, nos interesa, cómo no, el tono de lo que diga, el talante sencillo y oferente que adopte, en lugar de las maldiciones de tantos profetas de calamidades como nos acechan sin descanso. Deseamos ser animados doctrinalmente en nuestra contextualizada, más allá de cruzadas de cualquier tipo que siempre dejan a unos u otros fuera el recinto eclesial. Deseamos claridad, apertura y fraternidad.

Ratzinger está en la base de Benedicto XVI, y no creemos que sea para mal. Porque la inteligencia, en tiempos de brumas y temporales que todo lo descoloca, siempre es un factor regulador de las pasiones azotadas por la meteorología religiosa. Repetimos, claridad, apertura, fraternidad. Para no convertirnos en estatuas de sal ni diluirnos en la mediocridad frivolizante de estos momentos tan frágiles.