El fin de semana pasado me invitaron a una boda. Ofició Gallardón, que citó a Cernuda, y fue breve y elegante. Luego, el convite, todos subidos a un bus rojo de dos pisos. Tras la fiesta, opté por despedirme del respetable y lanzarme a solas a la noche madrileña. Crucé parte de Madrid a las tantas de la noche, solo, pero no fané ni descangallao, sino con el ánimo alto y la elegancia subida. Me asomé a la terraza del Ritz en donde, modestia aparte, no hubiera desentonado, pero preferí dirigirme a La Fídula, que es un local sito en la calle Huertas y en el que suelen actuar grupos de jazz. Hay momentos, después de tanta charla, risas y alboroto, de tanto desgañitarse, en que uno necesita una cierta soledad. Digo, cierta, pues uno nunca está completamente solo, aunque vaya por ahí con ganas de perderse. Impecable en mi Ermenegildo Zegna y en mis Lotusse, saludé a la estatua de Neptuno que, por cierto, anda bien necesitada de títulos atléticos y me dirigí a la susodicha calle. Al llegar al local, ya oí un solo de trompeta. Entré y, en un ataque de sobriedad, pedí ua botella de agua. No en vano, ya me había pimplado algunos licores, y lo que más necesitaba era aclarar todo ese lío de alcoholes y puñetitas sólidas. Entonces, agua clara. La chica, una guapa argentina, me sirvió la Bezoya, excelente para el riñón debido a unas mínimas cantidades de calcio, y acompañó la anodina consumición con una sonrisa, aún más sugerente y seductora, con un platillo de frutos secos. Bebí un sorbo y cogí un puñado de cacahuetes y almendras. El batería era igualito a Bin Laden y tocaba sin adornarse, seco y contundente, como debe ser un buen batería. Tocaron una de Monk y luego continuaron con Donna Lee, que ya inmortalizara el genio de Charlie Parker. Con el bop a toda mecha, pensé que el agua mineral era bien poca cosa, que me iba quedando atrás. La argentina no paraba de mirarme. Arriesgué un gin tonic, pues eso había que celebrarlo. Disfruté de esa soledad, que no era tal. La saboreé con lentitud. Regresaron mis ganas de vivir para siempre en un hotel. Pura y dura literatura, claro. Pero la vida, sin estos ingredientes es bien poca cosa, la verdad. La argentina seguía el ritmo, balanceándose con una cadencia casi peligrosa. La banda sonaba muy bien. Cerré los ojos y se me apareció, inopinadamente, Gallardón recitando a Cernuda. Recordé que el orgullo gay había montado su desfile por las calles de Madrid. Al abrir los ojos, me vi en un espejo que no había advertido al entrar, y allí me vi, vaso de tubo en mano, impasible el ademán, encorbatado, elegante como sólo Miles Davis sabía serlo antes de su explosión de colores. Miles Davis, años 50, claro.

No encendí ningún cigarrillo, pues he dejado esa virtud, ese vicio que tanto me ha dado. Gracias tabaco, cantaba Javier Krahe. Pues eso. Luego, me puse hablar con las chicas de la barra y les conté que venía de una boda, no de la mía. Tuve que insistir en que yo no era el novio, aunque lo pareciese. Reímos un rato, con esa risa fácil que tan saludable es, aunque la mirada de la chica argentina tuviese no un doble, sino un triple fondo con salto mortal. Luego, nada, me ajusté la corbata, pagué y salí a la noche tibia en dirección al hotel, ese hogar.