Siendo el domingo el día estelar de la semana -hablo de periodismo-, guarda en sí una dificultad. El domingo es el día en que se suelen comprar más periódicos y leerlos, o por lo menos amontonarlos con ese propósito en la sala de todas las casas. Los reportajes de domingo son más variados y extensos y existe, en principio, una voluntad de lectura a fondo que añade al periódico, cierta pátina de revista. La urgencia de la noticia parece que se remansa y se hace meditativa y el lector se dispone a entregarse al periódico y no a repasarlo con la urgencia de los días laborables. Incluso se dejan sus suplementos para las horas difíciles de la tarde. O sea, que el periódico dominical acompaña el día entero, cuando no varios días más en los que aún se mantiene en las casas para leer aquello que no se pudo. Aunque luego no se lea y acabe en el contenedor de reciclaje el miércoles por la tarde, fatigado ya de tantos días de visita estéril y más trasnochado que nunca. Sin olvidar que hay lectores de periódicos que sólo admiten los días laborables y dedican los domingos a la abstinencia periodística, que también es muy sana. Y según los tiempos que corran, más sana aún.

Pero al principio he hablado de la dificultad que se encierra en el periódico dominical. Una dificultad que sólo lo es para el colaborador, que suele escribir sobre algo relacionado con lo ocurrido durante la semana que finaliza. Esa dificultad es la originalidad del asunto tratado. Las cosas ocurren en días laborables y a esas cosas dedican sus artículos quienes escriben en esos días laborables. Con la urgencia y aceleración del periodismo, que le da a la prosa un potente ´vibrato´. Ocurre, pues, a veces, que cuando en sábado por la mañana escribe uno su crónica dominical, la mayoría de noticias de la semana ya han sido tratadas -o excesivamente tratadas- y debe refugiarse en lo intemporal. Ocurrió, por ejemplo, a la muerte de Fernando Fernán-Gómez que de tanto haberse escrito y oído y visto, me quedé con las ganas y escribí de otra cosa, no fuera a fatigar aún más al lector de lo que ya debía estarlo, pues el respeto que sentía por el actor me lo impedía. Raro que es uno. Pero ahora que acaba el año, no quiero abandonarlo sin despedirme de don Fernando. De ese rostro estólido que apenas se inmutaba salvo cuando, airado, se enrojecía y despedía fuego por los ojos y de esa voz, entre temblorosa y rotunda, que era la del Tiempo y por eso nos acompañó en todas las etapas de nuestra vida como una presencia impecable. Disfrazado de pícaro del Siglo de Oro, de diablo cojuelo, de ligón torpón, de tímido estirado, o de conversador en tertulias, cuando las tertulias eran ejercicio de civilización y no la jaula de un zoo para animales enloquecidos, como ahora. Y ocurrió con Fernán-Gómez que se convirtió en un barómetro de nuestro entusiasmo por la vida -le gustaban las mujeres, la música, la literatura y el cine- y de nuestro humor, bueno o malo, por las cosas que sucedían en España y las maneras que iban adoptando. Recuerdo una película que vi en la Barcelona de los 70, donde su personaje se encerraba a vivir en el cuarto de baño de su casa, en el que metía también su biblioteca y así decía adiós a todo lo que no le interesaba del mundo. Me pareció un presentimiento. De sí mismo y de muchos de nosotros, educados en su voz y compañía, que suplía, enriqueciéndola, la ausencia de muchas otras cosas. Cuando le oí gritar ¡a la mierda! a un pesado impertinente que lo acosaba con preguntas indeseadas, me acordé del misántropo encerrado en su cuarto de baño y pensé que todos acabamos convertidos en nuestro propio personaje, en nuestra máscara. Pero es que los motivos para echar ese exabrupto -nada anecdótico, por mucho que se empeñen- ya eran bastantes entonces y ahora que son más todavía -basta fijarse en lo que es la televisión, comparada con lo que fue gracias, por ejemplo, al mismo Fernán-Gómez-, don Fernando, ha hecho mutis por el foro, sin ganas ya ni de enfadarse. Nos enseñó y nos hizo reír, nos contó historias que no hemos olvidado y que forman parte de nosotros, fue inteligente y bueno en lo que hizo. Como un tío de América que se hubiera instalado en casa para hacernos la vida mejor de lo que es. Lo logró con creces y yo no quería que pasara el año sin recordarlo.