La periferia agudiza la percepción, ensordecida por el bullicio de la Villa y Corte. La inmersión excesiva nubla el análisis. John le Carré se pasó dos semanas en el Congo para documentar su recomendable novela La canción del misionero, pero ni un día más porque el maestro de escritores asegura que, tras el impacto inicial, se embotan los sentidos. Desde la excentricidad, la curiosa peripecia de Zapatero recuerda al síndrome Maragall, caracterizado por la pérdida súbita de los apoyos más inmediatos del entonces presidente de la Generalitat. El proceso es espontáneo, apenas si requiere excusas de calado. Su principal síntoma es el desvanecimiento de las defensas más blindadas, sin que medie un ataque que justifique un descalabro de tal magnitud.

Nadie sabe a ciencia cierta por qué se desplomó Maragall, un enigma que asombrará a los académicos cuando el tiempo actual deje paso al tiempo histórico. El Estatut es una coartada tan oportuna como anodina, dado que hoy se aplica así en Cataluña como en las comunidades que lo copiaron con el sostén del PP. El estrepitoso hundimiento del penúltimo presidente de la Generalitat se hace todavía más llamativo, al considerar el fulgor que había acompañado a su desempeño político. A menudo, a cargo de quienes lo habían encumbrado con alabanzas sin tasa. Si Montilla -un político de carisma especialmente reducido- puede gobernar con un ejecutivo de la misma composición, su predecesor no debía ser tan desastroso.

En 2005 y 2006 se ahondó la decepción con Maragall de la porción intelectual y mediática que lo sustentaba. La hostilidad adquirió una virulencia inusitada, en dura competencia con la campaña periódica del PP -después de las bodas homosexuales y antes de descalificar al pleno del Supremo-. De pronto, el president se le hizo irrespirable a sus próximos, incluso a quienes participaban económicamente de los réditos de su gestión. El socialista catalán colaboró con su discurso apocalíptico, pero cuesta saber si sus soflamas fueron causa o efecto. Hoy se registra la misma indeterminación, sólo que a escala estatal. Odiar a Zapatero está in, no importa que las encuestas le concedan de uno a cinco puntos de ventaja, ni que Rajoy sea ya la segunda o tercera opción del PP, según se considere únicamente a Gallardón o también a Esperanza Aguirre.

Ni un colchón de veinte puntos mejoraría la suerte de Zapatero -cabe recordar que la repetición de las elecciones catalanas calcó el resultado anterior-. A falta de localizar motivos difusos, el presidente del Gobierno debería solicitar una orden de alejamiento de ETA. La banda es su perdición dialéctica o, en un participio que demuestra el excelente léxico de Iñaki Gabilondo, ha sido "abducido" por la organización terrorista. La entrevista televisada no alcanzó el dramatismo de la conversación que el mismo periodista mantuvo con González, en la que el segundo negó cualquier conocimiento de de la actividad de los Gal.

La entrevista permite precisar el diagnóstico, sobre la fase del síndrome Maragall en la que se halla actualmente Zapatero. La inminencia física entre el periodista y el político -a un metro de distancia- favorecía la impresión de que el primero auscultaba al segundo. El presidente ha intensificado su repertorio gestual, a costa de diluir todavía más su discurso. Acabó por aburrir al propio Gabilondo, se demostró que el líder socialista sólo acierta cuando deja de hablar de ETA. El dictamen político deberá decidir si la salida de Irak, que justifica una legislatura, encaja con el autor del desastre de Miguel Sebastián.

Entretanto, Maragall se sentirá vengado. Nunca se repuso del impacto de que el propio Zapatero le indicara que no era su candidato a la Generalitat, en los coletazos de la entrevista con Artur Mas. El síndrome no lleva trazas de remitir. Ilustra una escena ya recreada cinematográficamente en The queen. Con impávido cinismo, Tony Blair se compadece de Helen Mirren -la actriz a la que imita Isabel II-, que ha perdido el apoyo popular tras la muerte de lady Di. La reina le replica sin inmutarse que "Un día te ocurrirá a ti, de repente y sin previo aviso". Así cursan las enfermedades de la historia, que se repite con la cortesía de cambiar de protagonistas. En estas circunstancias, el presidente alberga al menos la cordura de saber que las elecciones anticipadas las carga el diablo.