Yo no tengo nada contra la teniente de alcalde de infraestructuras de nuestro consistorio de Palma, ni tendría por qué tenerlo. Pero sucede que, cuando alguien habla de mejorar algo en la ciudad, me tiemblan las carnes. Igual que el perro aquél de Pavlov que, a la que sonaba la campanilla, se ponía a babear, yo oigo lo de las mejoras y me tiembla el ánimo. Con excepciones tan escasas como encomiables, cada obra de mejora que abordan -poniendo toda su buena voluntad por delante, es de suponer- las autoridades municipales termina por cargarse algo que estaba bien así, como lo habíamos visto desde siempre. Ya sean las farolas, los bancos, las aceras, los bordillos, los paseos, las plazas, los árboles, las fuentes o las simples calles, sucede como si hubiese un diablo atento a la perspectiva del cambio para llevarlo al resultado más doloroso.

A veces la necesidad de cambiar se impone porque interviene la fuerza mayor: se cae una casa o se hunde el pavimento abriendo un socavón gigantesco. Pero por lo común la voluntad de cambiar viene de la mano de otras cosas que resultan difíciles de entender sin acudir a los términos de la medicina. De la psiquiatría, en concreto. Resulta ser así siempre que a un alcalde le da por los delirios de grandeza y pone un sector de la ciudad, o toda ella, patas arriba como si se estuviese preparando para una guerra de trincheras.

De eso va la mejora última que se nos propone ahora desde la tenencia de alcaldía de infraestructuras de Palma, tal y como recoge este diario en su edición de hoy. Es un efecto colateral de la megalomanía que condujo no sólo a construir un parque nada discreto en la plaza de España sino a derribarlo al poco y ponerse a otra cosa. Aun arrastramos las consecuencias del disparate aquél, y las seguiremos arrastrando durante muchos años. Pero, en esta ocasión al menos, la mejora parece que va en el sentido contrario al diseñado por el satanás de turno. Doña Marina Sans, encargada del departamento competente en infraestructuras, quiere recuperar los bancos diseñados por el arquitecto Bennàssar hace un siglo. Cuando la plaza tomó el aspecto que conocíamos antes de que interviniese la locura municipal reciente.

Volver a la fuente y los bancos originales tiene al menos la virtud de promover la nostalgia. De lo que no estoy seguro, sin embargo, es del calibre de las marchas atrás a medias. ¿Quedarán bien los bancos de antes en la plaza de ahora, o caeremos en un pastiche absurdo? Es difícil contestar a esa pregunta de antemano. Pero, por contra, resulta facilísimo concluir la moraleja: para qué demonios necesitábamos tanto diseño, tanta obra, tan gigantesco gasto y tantos trastornos si al cabo resulta que era mejor dejar las cosas como antes. Es verdad que la rectificación es de sabios. Lo malo aparece cuando los padres de tales sabios, los padres políticos, claro, fueron unos manirrotos sin la menor traza de sensatez a la hora de inventarse obras faraónicas.

Pienso yo que el ayuntamiento de Palma haría bien en crear una ordenanza que se aplicase a sus propios alcaldes, tenientes de alcalde y consejales, prohibiendo las mejoras a tontas y a locas. Es decir, todas las que no vengan impuestas por la fuerza mayor. Si puede ser, con efectos retroactivos. Y, ya en plan de matrícula de honor, con un apartado que obligue a dejar el paseo de Es Born como era tal y como lo conocíamos hace treinta o cuarenta años.