La condena en los tribunales del presidente de la sociedad municipal EMAYA por coacciones y uso de su cargo en beneficio propio ha abierto un frente de declaraciones en defensa del citado político en el que el argumento principal, utilizado, por ejemplo, por la alcaldesa de Ciutat, consiste en sostener que se trata de algo propio de su vida privada en lo que no cabe por ende entrar. Es cierto que el derecho a la intimidad personal está protegido por la Constitución española y que, en ocasiones, no se respeta como cabría hacerlo. Pero también es verdad, una verdad establecida además en numerosas sentencias judiciales, que el derecho a la privacidad se pierde cuando alguien comete una falta o un delito aprovechando las circunstancias especiales de estar ocupando un cargo público. Por volver al ejemplo anterior, el derecho a la intimidad ampara a un político con cargo público que decide divorciarse. Pero no le sirve de escudo si hace uso de los privilegios del cargo para obrar contra su ex mujer. A partir de ese momento lo que se está planteando no es el estado civil de la autoridad en entredicho ni las razones que pudieran llevar a su divorcio. El interés informativo está en el mal uso de los poderes de que dispone por razón de ocupar un alto cargo.

Una tergiversación casi idéntica de lo que son los deberes públicos y los intereses privados se dio hace poco en el caso Rasputín. Lo que hagan los políticos en su vida particular no es de interés general ni justifica el que se les aceche para saber cuáles son sus preferencias sexuales. Pero una vez más está claro que no era la visita a un club de citas lo censurable sino el uso de dinero público, poco o mucho, para pagar la factura. Es preocupante que a los que estuvieron bajo sospecha se les ocurriese invocar su derecho a la intimidad. No existe cuando anda por medio un uso claramente indebido del dinero que procede de los impuestos de los ciudadanos.

Una decena de años atrás, cuando eran los socialistas quienes ocupaban el poder, el Partido Popular emprendió desde la oposición una campaña de regeneración moral que denunció incluso la compra de unos vestidos por parte de la entonces directora de Televisión Española Pilar Miró, toda vez que osó cargarlos al erario público. Fue Aznar el que estableció al respecto el concepto de la responsabilidad política y la norma de que cualquier político encausado debía dimitir de sus cargos sin aguardar a que los tribunales dictasen sentencia. No digamos nada del caso de que exista y sea condenatoria.

Aquellas normas éticas estrictas convencieron a los españoles hasta el extremo de conceder a Aznar dos mandatos consecutivos, el último de ellos con mayoría absoluta en las Cortes. Pero durante esos años lo que era promesa de regeneración fue convirtiéndose en picaresca en todos los órdenes. Las responsabilidades políticas se esfumaron, la confusión entre lo público y lo privado se volvió norma y la desfachatez fue saltando de arriba abajo hasta llegar donde estamos.

Las pruebas abundan y los episodios se multiplican. El último de ellos, el cargo de dos millones de dólares a los Presupuestos Generales del Estado con el fin de presionar al Congreso y el Senado de los Estados Unidos en beneficio del que hoy es ya ex presidente Aznar. Es fácil imaginar lo que habría dicho éste diez años antes si Felipe González hubiera deseado esa medalla. Y así de arriba abajo, desde la presidencia del Gobierno a las comunidades autónomas y los ayuntamientos, hemos llegado a la situación intolerable que aparece una y otra vez. Es hora de exigir al partido que inventó la responsabilidad política que se la aplique antes de que sea demasiado tarde.