La modernidad ha promovido una insolente consolidación de innumerables tópicos. Y uno de los más inquietantes es el estético: los cánones de la belleza humana ya no tienen límites y son universales. Rembrand ha muerto y Fidias agoniza. El hombre de hoy es caduco, fungible; las series de televisión triunfan si exhiben radiantes actores inmaduros; la publicidad se basa en una exaltación morbosa de la sinuosidad corporal de lo incipiente; la moda se establece sobre jovencísimos patrones que deslumbran con la exhibición procaz de las turgencias reproductivas.

Marlon Brando, probablemente el más completo actor de la historia del cine, ha destruido sin embargo todos esos tópicos con el sabio concepto de la maduración. Fue un hombre extraordinariamente bello pero retorció los cánones con un paulatino y dignísimo envejecimiento que dejó de manifiesto que el ser humano es siempre hermoso cuando progresa lentamente hacia la muerte. El galán demostró que la inteligencia y el arte se acrecen cuando el cuerpo se arruga con la experiencia vital. Que es posible envejecer sin decaer. Que el ser humano es un proceso gozoso, progresivo, que ni siquiera se agota con la consunción. El hombre no es, en fin, el retrato efímero del Apolo de mármol sino la historia de toda una vida.