Ayer volvieron a salir a la calle en Madrid no sólo los gays y las lesbianas sino muchos heterosexuales que apoyan algo tan natural como que no haya ciudadanos discriminados por razón de sexo. Bastaría con atender a las monstruosidades que denuncia el último informe de Amnistía Internacional sobre la persecución a los homosexuales en tantas naciones del mundo, algunas cercanas y de nuestra propia cultura, para entender la necesidad del grito colectivo que supone la manifestación de ayer, como tantas otras que han venido celebrándose en muchas ciudades del país. Pero, aunque es verdad que el hecho de que el nuevo ministro de Justicia acabe de garantizar que habrá una reforma de la ley que permita a los homosexuales casarse en 2005 rebaja en un punto importante las reivindicaciones de los gays, también es preciso atender a los editoriales de algunos periódicos conservadores y a los argumentos del Partido Popular para comprender hasta qué punto hace falta una pedagogía que aclare que no se puede sustituir la Constitución por el catecismo. Los argumentos de índole religiosa servirán para los homosexuales católicos que aspiren al matrimonio como sacramento. Pero no se trata de eso. Se trata de conseguir algo tan simple como que el contrato matrimonial ampare los derechos civiles de cualquier pareja de ciudadanos que decidan compartir una vida. Si la condición homosexual no rebaja las obligaciones solidarias con el Estado y con la sociedad de un individuo que paga impuestos, tampoco parece lógico que la ley lo discrimine en sus derechos. Cuesta volver a escribir sobre lo obvio, pero habrá que hacerlo tantas veces como sea necesario ponerse a salvo de un fundamentalismo religioso que trata de imponer la doctrina de la Iglesia a los valores de la Constitución; la obcecación de un Estado de beatas al sentido común de la democracia.