Sabíamos que Cristina de Borbón era una persona muy preparada, como el resto de su familia, y, en todo caso, una mujer muy bien asesorada.

Sus abogados se han encargado de completar el perfil: la Infanta era un ama de casa, volcada en sacar adelante a sus cuatro hijos; una alta ejecutiva de una fundación bancaria; y una activa miembro de la Familia Real, a la que cada semana representaba en un evento.

Como no tenía tiempo para todos esos trajines, doña Cristina se limitaba a dar órdenes a sus subordinados, asesores y empleados del servicio doméstico, pero nunca se preocupó de saber de dónde salía el dinero para mantener aquel elevado tren de vida, incluida la compra de un palacete por seis millones de euros, más otros cuatro millones de reforma.

Ella solo mandaba y vivía feliz en la creencia de que su marido se ocupaba de traer dinero a casa mediante Aizoon, la consultora cuya propiedad comparten a mitades los dos cónyuges.

Confiaba en su esposo: jamás pensó que estuviera cometiendo alguna irregularidad y nunca tuvo un minuto de calma para pensar cómo funcionaba Aizoon.

Su formación académica (Ciencias Políticas) y su trabajo, ajeno al día a día de un banco, no le permitieron opinar sobre cómo debían pagarse los impuestos de su empresa y si era oportuno cargarle a ésta cientos de miles de euros de gastos particulares.

No sabía de derecho tributario y, por otro lado, le importaba un rábano la fiscalidad de su sociedad, algo de lo que solo se ha preocupado a raíz de su imputación.

Sus abogados esgrimen esa ignorancia como una total eximente y tildan de agravio mayúsculo el que se encause por delito fiscal a un socio de una empresa ajeno a la gestión de la misma. El recurso no habla de la atenuante del amor hacia un marido presunto delincuente, pero hace una apología de la sana confianza conyugal.