Los controladores aéreos la liaron gorda en 2010, muy gorda. Un colectivo privilegiado, con excelentes sueldos y un sistema de turnos susceptible de acumular muchos días de libranza, se puso el mundo por montera y paralizó el espacio aéreo español. Ahí es nada.

La respuesta del Gobierno socialista fue militarizarlos: lo que no pudo conseguir el sentido común lo lograron las estrellas y galones.

En caliente se pidieron responsabilidades, se movilizaron a fiscales y guardias civiles para investigar lo ocurrido y castigar a los culpables de aquel enorme apagón de las pantallas de radar. Al menos así se nos dijo.

Se empezó a hablar de sedición, un delito muy grave que suena a revuelta violenta contra el orden instituido.

Más de tres años después los sediciosos se han quedado en nada, su osado plante que tantos trastornos personales y económicos causó les saldrá gratis.

El auto de la juez Cameselle nos sitúa entre la sedición y la sumisión.

Si el órdago de aquellos empleados de AENA que simularon estar estresados y bloquearon el espacio aéreo español y parte del internacional no fue un alzamiento sistemático y planificado contra AENA, una desobediencia o una represalia contra el Gobierno, solo nos queda la sumisión.

En aquel puente de la Constitución todos los españoles fuimos AENA y, en especial, los residentes en las islas, que nos vimos atrapados y desamparados.

La juez opina que debemos someternos a la tiranía de los controladores. A aguantarse tocan, porque no trabajaron, pero no abandonaron el servicio. Los pasajeros se quedaron en tierra, no llegaron las mercancías, pero ellos no delinquieron.

Quizás las penas establecidas por el Código Penal para los sediciosos, de cuatro años de cárcel en adelante, asusten. Lo de aquel puente fue una huelga salvaje y despiadada, pero no dejó de ser una medida (radical) de protesta en un conflicto laboral. No cabe matar moscas a cañonazos.

Pero su conducta bien pudo ser constitutiva de un delito de abandono de servicio público: un término medio entre la sedición y la sumisión a un colectivo envalentonado.