Conocí a Mateu Soler en una rueda de prensa en Cort, con Gabriel Jackson como protagonista. Cada vez que yo le planteaba al historiador una pregunta de pretensiones universales -nazismo y comunismo, los tópicos-, mi colega exteriorizaba su fastidio, se negaba ostensiblemente a tomar nota y contraatacaba con una cuestión pegada al terreno, local hasta la médula. Fue una lección inolvidable, así aprendí que Mallorca es una realidad demasiado compleja para entretenerse con la vulgaridad del planeta.

Mateu Soler tenía carne de periódico y sangre de tinta, por propia decisión. También era periodista en el escepticismo difícil de batir, siempre a punto para relativizar una pasión. A poco que graduemos su termostato, estas cualidades coinciden con las señas del mallorquín, cuando no utilizamos el término en tono peyorativo. La enfermedad no atenuó su actitud. Puesto que la derrota está asegurada, la vida consiste en plantear un noble combate -to put up a good fight-, en honrar con nuestra dignidad a un vencedor que no sabemos exactamente quién o qué es. En el tramo más difícil de cualquier existencia, Mateu se mostró tremendamente deportivo, y no podemos concebir mayor elogio quienes vemos en el deporte la cima de la ética. El era uno de ellos, y me consta que prefería jugar cuando sabía que no iba a ganar.

Los periodistas están tan pendientes de su trabajo que pierden a menudo el contacto con la sociedad. Alejado forzosamente de una redacción, Mateu auscultó en los últimos meses el diario a través de sus lectores, se convirtió en un corresponsal embebido en el combate cotidiano de demostrarle a usted que ayer dimos lo mejor de nosotros. En una de sus últimas visitas, me dijo que "ya no puedo leer libros, sólo el periódico me sostiene". Es el momento en que mejor he comprendido el vínculo que une a quienes nos reunimos en torno a esta cabecera -usted y yo, entre otros miles de personas-.

Ningún sufrimiento se puede compartir. Sin embargo, pienso que nuestro compañero estaba tan dolido por alejarse del periódico como de la vida, porque sólo el primero le otorgaba un prisma para contemplar los restantes ámbitos de su existencia. Creo que un periodista puede compartir esa sensación. O, en una generalización que irritaría a Mateu, cualquier persona que haya amado. Por eso, su corazón palpitaba al ritmo del diario. Algunos llegamos a creer que, si seguíamos atizando el fuego de estas páginas, comportándonos como si nada pasara, podríamos mantener su respiración. Vana esperanza, porque la muerte nunca se queda corta. Pero, Mateu, ha sido bonito intentarlo.