El Mallorca se empeña en desacreditar lejos de Palma lo que pretende demostrar en su estadio. La defensa, que solamente ha encajado tres goles en Son Moix, no ha dejado de ser vulnerada en ni una sola de sus salidas, con la excepción de la de Pamplona donde, no es casualidad, el equipo logró su única victoria en campo ajeno. La línea media, que roba en tres cuartos de campo y sale toque a toque, se convierte en una división fantasma en la que cada uno intenta hacer la guerra por su cuenta, cuando no desaparece por si mismo. Como desaparecido anda Aduriz, que no parece haber superado los dos penaltis fallados en Getafe y Xerez y, sin ayuda ofensiva, deambula como alma en pena a la espera de esa segunda línea que, fuera de casa, nunca llega.

El más que probable fuera de juego de Nino en el tanto que dió la victoria a los locales, no exhime a los de Manzano, y al propio técnico, de la crítica. Ni los unos ni el otro han conseguido librarse de los fantasmas que condicionan su presencia en el segmento más alto de la clasificación.

El síndrome de los colistas –Málaga en su momento, Xerez y ahora los chicharreos– domina a un Mallorca incapaz de mantener su figura en cuanto cruza el charco. Ayer, una vez más, volvió a dar un paso atrás cuando requería la intensidad y valentía necesarias con las que consolidar una posición de privilegio que, a este paso, no va a poder conservar. La historia, desgraciadamente, se repite.

A estas alturas de la competición ya no sabemos si este equipo es el Dr. Jekill o Mr. Hyde. Puede que ninguno de los dos, que no sea tan bueno como pregonan sus resultados como local y, ojalá, tampoco tan malo como pregonan sus actuaciones como visitante.

Anoche, en Tenerife, dejó pasar la enésima oportunidad para demostrar a qué aspira y quién es.