El deporte no es ajeno a los problemas que sufre la sociedad. La droga está en la calle, como el acoholismo, la violencia en las escuelas, el desencanto laboral o la decepción política y social. La frustración individual, se tranforma en manifestación colectiva en las gradas de los estadios, pero no hay que buscar culpables en el entorno del fútbol, sino en la estructura y la cultura que abona este estado de cosas.

Igualmente somos responsables de los iconos deportivos que hemos creado al vender e inculcar en los jóvenes la imagen del triunfador rodeado de dinero, poder y sexo, antes que la de la humildad, espíritu de sacrificio y sensatez que inspiran, sin ir más lejos, a Rafael Nadal.

El mallorquín es la excepción que confirma la regla, aunque no pueda substraerse al marketing de los pantalones pirata o la camiseta ceñida al cuerpo. Es el mínimo precio que se puede pagar, alejado de la aureola de fiestas, coches, móviles de última generación, aviones privados y demás lujos millonarios que conforman el atractivo principal de los deportistas más destacados. Nadie se dopa ya para ganar un torneo o para bajar una marca, sino para obtener los beneficios inherentes a ese triunfo. Económicos, por supuesto.

En este punto es cuando la toma de anabolizantes se convierte no solamente en un fraude a la competición, sino en un delito, en un verdadero dolo que ha de ser perseguido porque no solamente es un engaño al público, sino un robo a los rivales que no se restituye con una simple suspensión de actividad.

Pero los árboles de la picaresca no puden ocultar el bosque de la realidad social. Los deportistas de élite son clientes vip de los traficantes sin escrúpulos y, a la vez, víctimas de representantes capaces de pasar por alto una derrota, pero que no perdonan una comisión. No podemos saber, desde la distancia, si Mariano Puerta es víctima, reo, inocente o las tres cosas a la vez. Su reincidencia simplemente remacha el clavo.

En esta ocasión, el tiro salió por la culata. Un ejemplo que no debe caer en saco roto. La victoria de la humildad sobre la ambición, de la sencillez sobre la avaricia. Aunque ganar una batalla no signifique ganar la guerra, porque la que se libra es distinta.