Por fin parece que entramos en la definitiva «nueva normalidad» y los políticos comienzan a levantar las restricciones con las que llevamos viviendo más de año y medio.

Estamos hartos de la Covid-19 y exigimos, como poderosos humanos que somos, que las cosas vuelvan a ser como antes.

«¡Nunca máis!» queremos volver a vernos en algo semejante…

Y lo decimos con voz firme y tono fuerte. Como si con eso bastase para frenar lo que se nos ponga por delante.

Será porque los seres humanos estamos acostumbrados a asignarnos un papel fundamental en el orden de las cosas. No entra en nuestra cabeza que algo tan simple como un coronavirus pueda haber trastocado hasta extremos increíbles todos nuestros planes.

Por eso cada mañana, cuando nos ponemos la mascarilla al salir de casa, volvemos a pensar que estamos viviendo en una película y que esto no nos puede ocurrir a nosotros.

Pero desgraciadamente es real. Dramáticamente real. Y el problema está en que no tenemos, ni de lejos, la relevancia que nos gusta asignarnos. Nuestro afán de protagonismo nos traiciona incluso cuando interpretamos la historia.

¿Quién derrotó a las invencibles legiones romanas?

Asumimos que el Imperio Romano cayó tras la derrota sin remisión de sus otrora invencibles legiones, ante la presión inaguantable de los ejércitos bárbaros.

El icono clásico que ilustra esta decadencia fue el peor desastre militar de la historia de Roma: la derrota que las legiones al mando del emperador Flavio Julio Valente sufrieron ante los godos tervingios, capitaneados por el caudillo Fritigerno el 8 de agosto de 378, en las planicies de Adrianópolis. Alrededor de 12.000 legionarios romanos perecieron junto al emperador Valente.

Es un buen modelo para eruditos clásicos.

Pero no es verdad.

Por aquel entonces Roma era un imperio con más 60 millones de habitantes. ¿Alguien puede creer que la pérdida de 12.000 legionarios significó el fin de un imperio?

Asociamos el auge de Roma a su avanzada ingeniería, que les había permitido desarrollar 3 características esenciales de su civilización:

I. Crear una excelente red de comunicaciones que se extendía durante decenas de miles de kilómetros de magníficas vías terrestres conectando las más remotas fronteras del imperio con la metrópoli. Y permitiendo así un transporte eficaz y la rápida movilidad de sus legiones;

II. Roturar millones de hectáreas para dedicarlas a una floreciente agricultura posibilitada por sus colosales obras hidráulicas para ponerlas en regadío, lo que permitía alimentar a más de 60 millones de súbditos;

III. Desarrollar una enorme flota mercante que transportaba millones de toneladas de mercancías diversas entre una abigarrada red de puertos, muchos de ellos muy lejanos.

Un hecho histórico y una historia diferente

Y muchos cuentan que la decadencia romana se produjo cuando estas 3 características esenciales declinaron paulatinamente. Y afirman que si los romanos hubiesen mantenido estos logros nunca hubiésemos caído en la oscuridad del medievo.

Tampoco es verdad.

Es justo al contrario: estos impresionantes logros en materia de ingeniería trajeron la ruina a Roma. Su gran Imperio decayó víctima de su éxito tecnológico.

Y la explicación es sencilla de comprender: En el año 42 de nuestra era, el Imperio Romano contaba con cerca de 40 millones de habitantes. Ese año Lucius Junius Moderatus Columella publica “De re rustica” recogiendo una serie de mejoras en los procedimientos agrícolas y ganaderos.

Unas mejoras que la excelente comunicación romana rápidamente trasladó por todo su territorio. Y en los siguientes 100 años, la población del imperio creció hasta los 65 millones.

El mundo romano alcanzaba así su máximo esplendor.

Del éxito a la desgracia

Fue a partir de esos años cuando comenzó a desatarse la cruz de la moneda. Y lo que ya eran éxitos históricos incuestionables empezaron a convertirse en riesgos y acabaron trayendo desgracias de terribles dimensiones.

Porque las magnificas vías romanas transportaron, desde oriente, a un pasajero inesperado: el virus Variola mayor. El agente causal de la viruela.

Llegó en el año 165, en el punto máximo del poder imperial. Y se quedó.

Es fácil imaginar el tremendo impacto que la viruela causó en Roma. A lo largo de la historia, la viruela mató a más gente que todas las demás enfermedades infecciosas juntas. Y las enfermedades infecciosas mataron a más seres humanos que ninguna otra causa en toda nuestra historia.

Pero no se acabó ahí.

Las grandes obras hidráulicas romanas, en especial el incremento de balsas de regadío agrícola, permitieron una enorme proliferación del mosquito Anopheles. Y los mosquitos diseminaron un parásito a lo largo del imperio: el Plasmodium, causante de la malaria. Después de la viruela, la malaria es la enfermedad que ha matado a más seres humanos. La malaria también incapacita gravemente a quienes la padecen.

Y por si esto fuera poco, la colosal flota mercante que unía una extensísima red de puertos lejanos transportó numerosos agentes infecciosos, entre ellos un Morbillivirus fatal: el virus del sarampión, uno de los más contagiosos del mundo.

Previamente a la llegada de la vacuna del sarampión más del 99% de los humanos lo sufrían antes de los 15 años. Así que lo más probable es que el sarampión contagiase a prácticamente todos los romanos, con consecuencias devastadoras al enfrentarse a él por primera vez.

Los bárbaros quizás no fueron para tanto

Los romanos se consideraban a sí mismos muy superiores a sus vecinos. Los bárbaros no tenían, ni de lejos, sus excelentes vías a través del imperio, ni su capacidad de transporte marítimo, ni sus infraestructuras hidráulicas, ni sus grandes ciudades…

Pero, aunque resulte paradójico, los extraordinarios logros tecnológicos que permitieron a los romanos desarrollar un imperio al que pertenecían la cuarta parte de los habitantes de la Tierra, fueron quienes sembraron la semilla de su destrucción.

A los romanos les resultaba imposible asumir que sus atrasados rivales del norte pudiesen derrotarlos. Y no les faltaba razón.

A lo largo de toda su presión invasora los bárbaros mataron a unas cuantas decenas de miles de romanos. No más.

Pero las enfermedades infecciosas exterminaron romanos a una escala muy superior. Y en alguno de los peores años de epidemias, se calcula que los microorganismos llegaron a matar hasta siete millones de romanos.

Así que podemos estimar que por cada romano que mató un bárbaro, más de 7.000 murieron por un agente infeccioso.

A los bárbaros, su propio atraso los protegió de las epidemias.

Los romanos, por el contrario, se empecinaron en mantener su estilo de vida y, aunque tuvieron el gran aviso de la peste antonina, siguieron caminando hacia su propia destrucción.

Nosotros somos hoy los romanos de ayer

Hoy en día, nosotros somos romanos a una escala planetaria. Nuestras capacidades en movilidad, en transporte a largas distancias, en obras civiles y en construcción de grandes ciudades deja en ridículo a los mayores sueños imperiales de la antigua Roma.

En este contexto se abre paso la idea de que nuestro estilo de vida, que provoca el cambio climático, la destrucción de hábitats y la extinción masiva de especies, nos hace vulnerables a nuevas pandemias desatadas por patógenos desconocidos.

¿Podríamos estarles brindando una oportunidad de oro a millares de nuevos virus aún desconocidos?

No es un temor absurdo. Y lo que es peor, existen otras muchas amenazas. Porque es posible que más pronto que tarde perdamos la batalla frente las bacterias resistentes a los antibióticos que aumentan cada día.

El coronavirus SARS-CoV-2 nos ha enseñado con crueldad lo que puede ser el mundo. Nos demuestra que estamos tan indefensos como los romanos ante una nueva pandemia. Y eso que la Covid-19, pese a los millones de tragedias que nos ha traído, ha resultado ser mucho más benigna que la viruela, el sarampión o la malaria.

Roma se enfrentó, sin vacunas, a las pandemias. Y perdió.

Galeno, el mejor de sus médicos, estudió intensamente la peste antonina. Advirtió a sus conciudadanos de los peligros de su estilo de vida: de los regadíos y ambientes cenagosos, del hacinamiento, de las pestes que el transporte diseminaba por el imperio…

Los romanos siguieron con su estilo de vida. Y el imperio desapareció.

La ciencia no para de advertirnos que nuestro estilo de vida es insostenible. La Covid-19 nos proporciona una excepcional oportunidad de cambiar.

Seguramente no lo haremos.

¿Nos espera entonces el mismo destino que a Roma?

Solo estamos acabando el primer capítulo. Pero al amenaza de nuevas variantes o nuevas pandemias, continúa.