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Relatos

Un juego del escondite en busca de protagonista

Murakami plantea ‘Primera persona del singular’ como un pasatiempo para confundir al lector con relatos autobiográficos

Haruki Murakami. WIKIPEDIA

Haruki Murakami plantea en su último libro, titulado de forma premeditada Primera persona del singular, ocho relatos cortos en los que, como en todo su acervo literario, lo cotidiano se mezcla con lo inverosímil, lo sorprendente y, en ocasiones, lo mágico. En ese tipo de cuentos en que la vida mundana se ve salpicada de hechos que están fuera del común entendimiento suele ser fácil caer en el esperpento y, peor aún, en el ridículo. No es el caso, ni mucho menos. El japonés, eterno candidato al premio “Nobel” de Literatura, tiene armas de sobra para ni siquiera acercarse a esa línea divisoria y, por norma general, subjetiva. La singularidad de este libro es que lo que sí queda difuso es quién es el protagonista de cada uno de los relatos. Todas las historias tienen un hilo que las comunica: están escritos en primera persona. Del singular, como añade el título. Como si el propio Murakami hubiera querido erigirse en protagonista de sus propias e inverosímiles historias. Además, el autor va salpicando los relatos con sus obsesiones. A saber: el jazz, la música clásica, el sexo, el béisbol o los animales. Todo para aumentar la confusión. Lo que Murakami plantea al lector es un juego para que busque quién es el verdadero protagonista de sus relatos. Un pasatiempo que es como un callejón sin salida. Como sus historias.

Dentro de ese juego literario, Murakami –totalmente adrede– introduce algunas historias plenamente autobiográficas. O, al menos, se supone que lo son, porque nada en la literatura del nipón, puede darse por sentado. En algunos de los relatos alude a sí mismo, a sus padres, a su infancia o a esa colección de aficiones que cualquier lector con experiencia en su obra puede identificar fácilmente. Pero el juego no acaba ahí. Murakami alarga el enredo de escribir en primera persona hasta el final. Hasta, diríamos, las últimas consecuencias. Aunque con alguna que otra trampa de por medio. Por ejemplo, parece justo considerar muy poco probable –por no decir prácticamente imposible– que en un viaje al norte de Japón el escritor se encontrara en un hotel con un mono parlanchín que le contó –varias cervezas después– cómo se venga de las mujeres (humanas todas) de las que se enamora. Evidentemente, el amor nunca es correspondido. Pero Murakami lleva el juego hasta el extremo, tanto que el protagonista de ese relato se dedica a escribir. Como él mismo.

El juego de la confusión se lleva tan lejos que está presente en el propio título del libro, que es, además, el que recibe el último de los relatos, el broche final: un hombre con una pasión desmedida por vestir de traje que se ve envuelto –cómo no– en una situación paradójica y sin sentido y que no pega para nada con un relato de corte autobiográfico. Sí encaja mejor en ese patrón –el autobiográfico– el cuento en el que el escritor desvela su amor por un club de béisbol japonés de muy segunda fila, pero por el que siente una pasión desmedida. El cuento no es más que una excusa para que el escritor asiático hable de su desconocida faceta de poeta e, incluso, de su familia, de su madre y de su padre. De forma muy sutil, sin demasiados alardes ni detalles.

Pero estos relatos no viven solo de ese juego de caracteres e identidades. Escondidas en ellos también hay historias singulares, encuentros entre personajes inverosímiles que acaban en situaciones totalmente desconcertantes o directamente imposibles. Todo en pequeñas porciones, lo que provoca que muchos de los relatos terminen de forma un tanto abrupta o pelín antinatural. Lejos de lo que el japonés tiene acostumbrado a su legión incondicional de lectores. Aunque eso no le quita interés al desarrollo de muchos de estos cuentos.

Murakami desborda talento cuando hace relatos larguísimos en los que, como nadie, va tejiendo historias enrevesadas, inauditas, sorprendentes –y así un sinfín de adjetivos– que forman un ovillo literario compacto y en el que, por regla general, el universo de dos o más personas que viven en mundos paralelos acaba por encontrarse tras un sinfín de aventuras desconcertantes. En ese tipo de historias es fácil esconder posibles puntadas que salen del patrón, pero en los relatos todo debe estar mucho más medido, más atado, sin dejar hilos sueltos. Y, por mucho empeño que le ponga, Murakami ya no va a pasar a la historia literaria por ser un gran narrador de historias cortas. Su legado principal lo formarán obras como Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, 1Q84 y Kafka en la orilla: sus tres mejores trabajos, muy por encima de libros que son mucho más populares, pero a mi juicio menores, como Tokio blues (Norwegian Wood) o Baila, baila, baila, y, por cierto, también menos extensos. Lamentablemente, estas suelen ser la puerta de entrada para los despistados nuevos lectores, que se encuentran con unos libros más bien descafeinados y que no son representativos de la obra de un autor que si por algo destaca es por su enorme ingenio.

Pero, volviendo al volumen de relatos que aquí se reseña, una de las ocho historias puede ganarse la calificación de excelente y hacer que merezca la pena todo el conjunto. Es, precisamente, el relato central del libro –muy probablemente su ubicación no sea fruto del azar, porque nada en el escritor japonés es azaroso–, en el que el protagonista (podría ser el propio Murakami perfectamente, esta es una de las historias más ambiguas) comienza a salir con una chica muy fan de los Beatles –los lectores más acérrimos del japonés ya habrán captado la referencia a su obra más popular– de la que un día se separa. No por nada. Porque no se siente enamorado. Algo que ocurre en la vida cotidiana con tremenda frecuencia. Sin embargo, el desenlace del relato es tan brillante como sobrecogedor. Y eso es, precisamente, lo que se busca al leer a Murakami, que consiga hacer que las entrañas se remuevan. Que en ese juego entre lo que es la vida misma y la más absoluta fantasía el lector acabe también con el alma rota. Lástima que en Primera persona del singular solo lo consiga en un par de ocasiones y prime más el juego del escondite.

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