Fue una sorpresa, al llegar a Palma hace un mes, ver en el Auditòrium el anuncio de un concierto de Grigory Sokolov, uno de los mejores pianistas del mundo. Acostumbrado a lamentar la programación alimenticia de cultura popular que suele ofrecer esa sala impresionante, una de las mejores de Europa, donde de niño, gracias a mi madre, había asistido a mis primeros conciertos de música clásica, me entusiasmé y avisé a todo el que quiso escucharme. El concierto fue apoteósico. Sokolov es uno de los pocos intérpretes verdaderamente radicales que quedan. Por su temple circunspecto y su actitud reverencial, recuerda a Sviatoslav Richter -otro ruso que parecía tocar desde otro planeta-, aunque su estilo se parezca más al de Arthur Rubinstein. Lo mismo que Sergiu Celibidache, quizá el mejor director de orquesta de la segunda mitad del siglo XX, Sokolov desconfía de las grabaciones y prefiere tocar sólo en vivo. La ejecución, en la primera parte del concierto, de dos sonatas de Mozart fue espléndida y muy delicada, pero la experiencia más honda llegó con las sonatas de Beethoven, ya en la segunda parte, sobre todo con la 111, la última que compuso y la más difícil, escrita -como sus últimos cuartetos de cuerda, como la novena sinfonía, como la Missa Solemnis-, muy cerca de la muerte. Y eso se nota y requiere de un tremendo riesgo por parte de los intérpretes. Thomas Mann le dedicó a esa pieza unas páginas memorables -bien es verdad que fusilando cartas de Adorno- en su Doktor Faustus. La sonata sólo tiene dos movimientos. Como la última sinfonía de Bruckner, no puede tener un tercero y último porque la muerte es muda y ya no suena, sobre todo a partir del romanticismo, cuando se extinguieron los últimos dioses. Y a ese devastador silencio se encaminan cada una de las notas. Sokolov consiguió transmitir, en la arietta final, esa sensación de hondo vacío que sólo se abre en presencia de lo sagrado. Es algo que ocurre muy pocas veces y que casi no se puede describir. El público lo notó y Sokolov les dio cinco bises para distraerles de lo que Nietzsche llamó el mysterium tremendum.

Durante la pausa del intermedio, en el bar del Auditorium, asomado a la bahía de Palma, pensaba que aquel edificio, levantado gracias a la tenacidad y la pasión por la música de Marc Ferragut, inspirado en el Royal Festival Hall de Londres y diseñado por Luis Martínez-Feduchi -abuelo de mi amigo, el también arquitecto Luis Feduchi, uno de los más cultos y refinados de este país- no era sólo uno de los mejores de Europa, con una acústica incomparable, sino también un resto de una ciudad que podría haber sido y no fue, como le dije a José Carlos Llop, uno de los happy few que estaba seguro de encontrarme. Me acordaba de lo que me contaba mi madre sobre las primeras temporadas de aquel teatro. Imaginaba la inauguración, en 1969, con la Filarmónica de von Karajan, los conciertos de la Filarmónica de Viena bajo la dirección de Karl Böhm, la llegada de la compañía entera de la Ópera de Graz para escenificar la tetralogía de Wagner, las actuaciones de solistas como Rubinstein o Misha Dichter. Nacido con la democracia, no pude vivir ese inicial esplendor, apagado luego por la áspera realidad de una isla que a menudo desprecia cuanto ignora y que se ha entregado ciegamente al turismo y a la barbarie de la especulación urbanística. Desde la terraza del Auditòrium, imaginaba también el espectro de la ópera de Calatrava, esa horterada proyectada por Jaume Matas, representante de lo peor que ha dado esta sociedad y contrafigura de Marc Ferragut, un hombre culto que lo dio todo para que los mallorquines tuviéramos un templo dedicado a la música y las artes escénicas. A sus descendientes hay que agradecerles que durante la pasada noche del 10 de agosto, al menos, todo lo que soñó el fundador del Auditòrium sonara otra vez gracias a las prodigiosas manos de Sokolov. Y a la ciudadanía (no aplaudan, por favor, entre movimientos) y a nuestros representantes políticos habría que pedirles que tomaran conciencia de nuestro patrimonio cultural y de la importancia que para el ser humano tiene eso que George Steiner llamó "el gran privilegio del ser que es la gran música".

*Escritor y editor